MARIA, MEDIADORA Y CAUSA DE LA VIDA

Reconocer a María como mediadora es una consoladora y entrañable verdad que aparece ya desde la primitiva cristiandad. Los Padres de la Iglesia la comparan con Eva; ésta primera mujer fue causa de la muerte y María es presentada como causa de la vida.
La Virgen María es Mediadora entre Dios y los hombres, en cuanto que Ella presenta a su Hijo los bienes y súplicas de nosotros a Dios y, a la vez, transmite la vida divina que se nos ofrece en Cristo Jesús.

Hay que saber, sin embargo, que la mediación de Cristo es única en cuanto que es por virtud propia y exclusiva. Como dice san Pablo: "Porque uno es Dios y uno también el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre" (1 Tim. 2,5). En cambio, la mediación de María es, por voluntad de Jesús, participada y subordinada a la de Cristo, pero es verdadera mediación: en virtud de su Maternidad divina que establece una especial unión con la Trinidad, y en virtud de su Maternidad espiritual que establece una relación especial con todos los hombres. Así, es Mediadora en cuanto que se encuentra sirviendo de lazo de unión entre dos extremos: Dios y los hombres (cfr. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, nn.38-42).

Dice Santo Tomás que nada impide que existan entre Dios y los hombres, por debajo de Cristo, mediadores secundarios que cooperen con Él de una manera dispositiva o ministerial; es decir, disponiendo a los hombres a recibir la influencia de mediador principal o transmitiéndosela, pero siempre en vir­tud de los méritos de Jesucristo (cfr. S. Th., III, 26, a.1).

En el Antiguo Testamento eran mediadores los profetas y los sacerdotes del orden levítico. En el Nuevo Testamento son mediadores los Sacerdotes, como ministros del Mediador supremo, pues en su nombre ofrecen el Sacrificio del altar y administran los Sacramentos. La Iglesia enseña que también María es Mediadora en virtud de su plena asociación a la Obra redentora de su Hijo.

Ciertamente, Cristo es el único Mediador entre Dios y los hombres, pero ello no impide que haya otros mediadores secundarios. El Señor quizo asociar estrechamente a su Madre en la tarea de la reparación del género humano. Por eso, María es Corredentora y de ahí también proviene su función de Mediadora. En el caso de los sacerdotes católicos, éstos ejercen su oficio ministerial, sobre todo, en el Sacrificio de la Misa y en el sacramento de la Reconciliación, actuando “in Persona Christi” (en la Persona de Cristo); es decir, son "ipse Christus" (el mismo Cristo). Esta semejanza explica o da razón del lugar propio que tienen, como mediadores, entre Dios y los hombres.

El poder de intercesión de los santos es proporcional a su grado de gloria (cfr. S.Th. II-II, q.83, a.2). Si María tiene la plenitud de la gracia y el mayor grado de gloria, su poder de intercesión es incomparablemente superior a todos los santos. Pero, además, por su función de Corredentora es mediadora y, por lo mismo, su poder de intercesión es omnipotente (cfr. Conc. de Trento, DZ. 984; Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n.66).

                             MARIA DISPENSADORA UNIVERSAL DE TODAS LAS GRACIAS

                          

La Santísima Virgen es Dispensadora universal de todas las gracias, tanto por su divina Maternidad: que las obtiene de su Hijo, como por su Maternidad espiritual: que las distri­buye entre sus otros hijos, los hombres. Esto lo hace subordinada a Cristo, pero de manera inmediata. Y ello por una específica y singular determinación de la voluntad de Dios, que ha querido otorgar a María esta doble función: ser Corre­dentora y Dispensadora, con alcance universal y para siem­pre (cfr. San Pío X, Enc. Ed diem illum, 2-II-1904).

La Virgen desde el cielo en su calidad de Madre espiritual de todos los hombres, más que la mejor de las madres, conoce todas las necesidades materiales y espirituales de sus hijos y, en especial, de todo lo que se relaciona con su salvación eterna. Por su inmensa caridad ruega por nosotros y, como es todopoderosa ante el corazón de su Hijo por el mutuo amor que les une, nos obtiene todas las gracias que recibi­mos, todas las gracias que llegan a quienes no quieren obstinarse en el mal (cfr. Pablo VI, Exh. Ap. Signum magnum, 13-V-1976).



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