TENER MIEDO
Hay una sutil manera de no creer, de no
confiar en el Señor: tener miedo. Sutil porque no parece un
rechazo, pero debemos ver las cosas con mayor profundidad.
Si hay fe no hay miedo. Las
duras condiciones en que viven los pobres del mundo, las diferentes violencias
presentes en él, el desánimo que todo esto produce, son serios desafíos a la
tarea evangelizadora de la Iglesia y por consiguiente a la de cada uno de
nosotros.
Ante eso algunos se cubren de razones para no ver la
realidad tal cual es, pretenden esquivar así los compromisos que una actitud
realmente evangélica exige. Tienen miedo de perder sus actuales
seguridades —cuando no sus privilegios—, se niegan a asumir una plena
disponibilidad a la voluntad del Señor.
Ocurre que lo nuevo nos asusta, nos
sentimos cómodos con nuestras mediocridades, preferimos transitar por caminos
conocidos en los que la gente que encontramos nos saluda y no nos
interpela, tenemos tendencia a arropar con lo viejo un mensaje que es
siempre vida y novedad.
Estar en Cristo supone imaginación y creatividad, puestas al servicio de
los demás. El cristiano es aquel que inventa constantemente las formas
de amar no en función de cumplir formalmente con un deber, sino con una persona
concreta, con el prójimo, en particular el que más lo necesita, el pobre y
oprimido de hoy. Pero esto implica no distraerse mezquinamente con
problemas que inventamos para evitar mirar cara a cara una inhumana realidad y
para permanecer en terrenos que no nos cuestionan. «Nos apremia el amor
de Cristo» (v. 14), dice Pablo. Sintamos ese requerimiento.
El amor gratuito de Dios está allí
en el quicio del mundo. El da sentido a todo.
Ese amor es la fuente más honda de nuestra alegría. Pero es también una
permanente exigencia de apertura hacia Dios y la vida de nuestros hermanos. Si
hay fe no hay miedo frente a las dificultades y amenazas. No hay reposo, pero
sí una paz profunda.
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