QUÉ ME IMPORTAN LOS DOGMAS
Se
afirma que lo único importante es querer a los demás o, como mucho, que basta
con saber que Dios es nuestro Padre y que nos quiere. Lo demás, se dice, son
“barroquismos”, “cosas de teólogos”, “antiguallas” que alejan el cristianismo
de la gente y que no tienen ninguna importancia.
Resulta curiosísimo que, en dos mil años de
historia de la Iglesia, sólo ahora nos hayamos dado cuenta de que todo eso de
los dogmas no tenía ninguna importancia. ¿A nadie le sorprende que,
generación tras generación, la Iglesia haya vivido pendiente de los dogmas como
algo que afecta al núcleo de la vida cristiana y, de repente, ahora descubramos
que era irrelevante?
Es totalmente cierto
que lo más importante es el amor que tengamos. Al atardecer de la vida,
nos examinarán del amor, como decía San Juan de la Cruz. Pero es que ese
amor no puede ser cualquier amor, tiene que ser el amor de Jesucristo,
que es la caridad cristiana. La fe y la gracia son necesarias para vivir el
amor de Jesucristo. Sin la fe vivimos, en el mejor de los casos, un amor
superficial, sensiblero, birriosillo, meramente humano, propio del que ama
solamente a los que le aman, como hacen también los paganos.
Cristo nos mandó: amaos
unos a otros como yo os he amado. Es decir, con su mismo amor, aceptando a
los demás como son, poniéndonos por debajo de ellos como el que sirve, amando a
los enemigos, dando la vida entera por los demás. Eso está más allá de nuestras
fuerzas. Somos totalmente incapaces de hacerlo. Sólo con la fe y la gracia de
Dios se hace posible. Para poder amar así, tenemos que saber cómo nos ha amado
Jesucristo, experimentar ese amor, conocerlo, saborearlo y contemplarlo. Sólo
mediante la fe alcanzamos ese amor. Si no, seremos incapaces de amar a los
demás de esa forma.
Los dogmas, en
esencia, sirven para evitar errores sobre ese amor, para impedir que
nos conformemos con otros amores que no son el de Dios. Pondré un ejemplo
muy claro: el credo proclama que Jesucristo no es una criatura, sino que es
Hijo de Dios y Dios verdadero, engendrado por el Padre desde la eternidad (…Dios
de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado,
de la misma naturaleza que el Padre). Creer eso no es algo secundario. Es
esencial, porque el hecho de creer realmente en el amor de Jesús depende de que
creamos en que él era verdaderamente Dios. Es totalmente distinto sentirse
amado por el Dios eterno que lo ha creado todo y tiene mi vida en la palma de
sus manos que simplemente sentirse amado por un señor como otro cualquiera que
vivió hace dos mil años. La “fe” del que cree que Jesucristo era un simple ser
humano como lo demás no trae la salvación, porque lo que transforma la vida es
que sea el mismo Dios el que, por amor a ti, se ha hecho hombre y ha dado la
vida por ti, siendo tú un pecador y sin merecértelo en absoluto.
Es importante recordar
que los cristianos no creemos propiamente en los dogmas, sino más bien en las
realidades que designan los dogmas. De hecho, se puede decir que el único dogma
(la “enseñanza” fundamental de Dios y de la Iglesia para el mundo) es Jesucristo
y de que todos los dogmas particulares lo son por referencia a él. Los
dogmas no son más que humildes ayudas al servicio del encuentro con Cristo.
Son señales en el camino que, de vez en cuando, te dicen: no sigas por ahí, que
ahí no está Cristo.
Los dogmas nos indican
quién es Dios verdaderamente y cuáles han sido sus acciones. A menudo,
la resistencia a los dogmas y a la moral de la Iglesia es señal de que no
aceptamos a Dios como es. Estamos apegados a un dios de pega que hemos
construido a nuestra propia imagen.
Lo que importa no es cómo nos gustaría que fuera Dios, sino cómo es
realmente. La salvación no viene de nuestras ideas, sino del Dios verdadero y
eterno. Consciente de nuestra debilidad, Jesucristo fundó la Iglesia y dejó en
ella, como don suyo, el Espíritu Santo para que la guíe a la verdad. El
Catecismo, utilizando una preciosa comparación, afirma: como una madre que
enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y a comunicar, la Iglesia,
nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la
inteligencia y la vida de la fe.
El credo es la
expresión solemne de nuestra fe, de más precio que el oro, porque a
través de ella recibimos el amor de Dios, que supera todo conocimiento. ¿Qué
me importan los dogmas? Esa pregunta ya se responde en el bautismo de adultos,
en el cual el sacerdote pregunta al catecúmeno: “¿Qué pides a la Iglesia de
Dios?” Y la respuesta es: “La fe". El sacerdote pregunta de nuevo: “¿Y qué
te da la fe?” La respuesta del catecúmeno es muy sencilla: “La vida
eterna.
Resumen de un articulo de Bruno M. Publicado en InfoCatólica
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