RECUERDOS DEL CONCILIO
He aqui algunos recuerdos personales de Benedicto XVI sobre la apertura del Concilio
Vaticano II hace cincuenta años, publicados estos dias por el diario
vaticano L'Osservatore Romano.
Fue un día espléndido aquel 11 de octubre de 1962, en el que, con el
ingreso solemne de más de dos mil padres conciliares en la basílica de
San Pedro en Roma, se inauguró el concilio Vaticano II.
En 1931 Pío XI
había dedicado este día a la fiesta de la Divina Maternidad de María,
para conmemorar que 1500 años antes, en 431, el concilio de Éfeso había
reconocido solemnemente a María ese título, con el fin de expresar así
la unión indisoluble de Dios y del hombre en Cristo.
El Papa Juan XXIII
había fijado para ese día el inicio del concilio con la intención de
encomendar la gran asamblea eclesial que había convocado a la bondad
maternal de María, y de anclar firmemente el trabajo del concilio en el
misterio de Jesucristo. Fue emocionante ver entrar a los obispos
procedentes de todo el mundo, de todos los pueblos y razas: era una
imagen de la Iglesia de Jesucristo que abraza todo el mundo, en la que
los pueblos de la tierra se saben unidos en su paz.
Fue un momento de extraordinaria expectación. Grandes cosas debían
suceder. Los concilios anteriores habían sido convocados casi siempre
para una cuestión concreta a la que debían responder. Esta vez no había
un problema particular que resolver. Pero precisamente por esto aleteaba
en el aire un sentido de expectativa general: el cristianismo, que
había construido y plasmado el mundo occidental, parecía perder cada vez
más su fuerza creativa.
Se le veía cansado y daba la impresión de que
el futuro era decidido por otros poderes espirituales. El sentido de
esta pérdida del presente por parte del cristianismo, y de la tarea que
ello comportaba, se compendiaba bien en la palabra “aggiornamento”
(actualización). El cristianismo debe estar en el presente para poder
forjar el futuro. Para que pudiera volver a ser una fuerza que moldeara
el futuro, Juan XXIII había convocado el concilio sin indicarle
problemas o programas concretos. Esta fue la grandeza y al mismo tiempo
la dificultad del cometido que se presentaba a la asamblea eclesial.
Los distintos episcopados se presentaron sin duda al gran evento con
ideas diversas. Algunos llegaron más bien con una actitud de espera
ante el programa que se debía desarrollar. Fue el episcopado del centro
de Europa — Bélgica, Francia y Alemania — el que llegó con las ideas más
claras. En general, el énfasis se ponía en aspectos completamente
diferentes, pero había algunas prioridades comunes. Un tema fundamental
era la eclesiología, que debía profundizarse desde el punto de vista de
la historia de la salvación, trinitario y sacramental; a este se añadía
la exigencia de completar la doctrina del primado del concilio Vaticano I
a través de una revalorización del ministerio episcopal.
Un tema
importante para los episcopados del centro de Europa era la renovación
litúrgica, que Pío XII ya había comenzado a poner en marcha. Otro
aspecto central, especialmente para el episcopado alemán, era el
ecumenismo: haber sufrido juntos la persecución del nazismo había
acercado mucho a los cristianos protestantes y a los católicos; ahora,
esto se debía comprender y llevar adelante también en el ámbito de toda
la Iglesia. A eso se añadía el ciclo temático Revelación – Escritura –
Tradición – Magisterio.
Los franceses destacaban cada vez más el tema de
la relación entre la Iglesia y el mundo moderno, es decir, el trabajo
en el llamado Esquema XIII, del que luego nació la Constitución pastoral
sobre la Iglesia en el mundo actual. Aquí se tocaba el punto de la
verdadera expectativa del Concilio.
La Iglesia, que todavía en época
barroca había plasmado el mundo, en un sentido lato, a partir del siglo
XIX había entrado de manera cada vez más visible en una relación
negativa con la edad moderna, sólo entonces plenamente iniciada. ¿Debían
permanecer así las cosas? ¿Podía dar la Iglesia un paso positivo en la
nueva era?
Detrás de la vaga expresión “mundo de hoy” está la cuestión
de la relación con la edad moderna. Para clarificarla era necesario
definir con mayor precisión lo que era esencial y constitutivo de la era
moderna.
Contrariamente a lo que cabría esperar, el encuentro con los grandes
temas de la época moderna no se produjo en la gran Constitución
pastoral, sino en dos documentos menores cuya importancia sólo se puso
de relieve poco a poco con la recepción del concilio.
El primero es la
Declaración sobre la libertad religiosa, solicitada y preparada con gran
esmero especialmente por el episcopado americano. La doctrina sobre la
tolerancia, tal como había sido elaborada en sus detalles por Pío XII,
no resultaba suficiente ante la evolución del pensamiento filosófico y
la autocomprensión del Estado moderno. Se trataba de la libertad de
elegir y de practicar la religión, y de la libertad de cambiarla, como
derechos a las libertades fundamentales del hombre. Dadas sus razones
más íntimas, esa concepción no podía ser ajena a la fe cristiana, que
había entrado en el mundo con la pretensión de que el Estado no pudiera
decidir sobre la verdad y no pudiera exigir ningún tipo de culto.
La fe
cristiana reivindicaba la libertad a la convicción religiosa y a
practicarla en el culto, sin que se violara con ello el derecho del
Estado en su propio ordenamiento: los cristianos rezaban por el
emperador, pero no lo veneraban. Desde este punto de vista, se puede
afirmar que el cristianismo trajo al mundo con su nacimiento el
principio de la libertad de religión.
Sin embargo, la interpretación de
este derecho a la libertad en el contexto del pensamiento moderno en
cualquier caso era difícil, pues podía parecer que la versión moderna de
la libertad de religión presuponía la imposibilidad de que el hombre
accediera a la verdad, y desplazaba así la religión de su propio
fundamento hacia el ámbito de lo subjetivo.
Fue ciertamente providencial
que, trece años después de la conclusión del concilio, el Papa Juan
Pablo II llegara de un país en el que la libertad de religión era
rechazada a causa del marxismo, es decir, de una forma particular de
filosofía estatal moderna. El Papa procedía también de una situación
parecida a la de la Iglesia antigua, de modo que resultó nuevamente
visible el íntimo ordenamiento de la fe al tema de la libertad, sobre
todo a la libertad de religión y de culto.
El segundo documento que luego resultaría importante para el
encuentro de la Iglesia con la modernidad nació casi por casualidad, y
creció en varios estratos. Me refiero a la Declaración “Nostra aetate”
sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.
Inicialmente se tenía la intención de preparar una declaración sobre las
relaciones entre la Iglesia y el judaísmo, texto que resultaba
intrínsecamente necesario después de los horrores de la Shoah.
Los
padres conciliares de los países árabes no se opusieron a ese texto,
pero explicaron que, si se quería hablar del judaísmo, también se debía
hablar del islam. Hasta qué punto tenían razón al respecto, lo hemos ido
comprendiendo en Occidente sólo poco a poco.
Por último, creció la
intuición de que era justo hablar también de otras dos grandes
religiones — el hinduismo y el budismo —, así como del tema de la
religión en general. A eso se añadió luego espontáneamente una breve
instrucción sobre el diálogo y la colaboración con las religiones, cuyos
valores espirituales, morales y socioculturales debían ser reconocidos,
conservados y desarrollados (n. 2). Así, en un documento preciso y
extraordinariamente denso, se inauguró un tema cuya importancia todavía
no era previsible en aquel momento.
La tarea que ello implica, el
esfuerzo que es necesario hacer aún para distinguir, clarificar y
comprender, resulta cada vez más patente. En el proceso de recepción
activa poco a poco se fue viendo también una debilidad de este texto
de por sí extraordinario: habla de las religiones sólo de un modo
positivo, ignorando las formas enfermizas y distorsionadas de religión,
que desde el punto de vista histórico y teológico tienen un gran
alcance; por eso la fe cristiana ha sido muy crítica desde el principio
respecto a la religión, tanto hacia el interior como hacia el exterior.
Mientras que al comienzo del concilio habían prevalecido los
episcopados del centro de Europa con sus teólogos, en el curso de las
fases conciliares se amplió cada vez más el radio del trabajo y de la
responsabilidad común. Los obispos se consideraban aprendices en la
escuela del Espíritu Santo y en la escuela de la colaboración recíproca,
pero lo hacían como servidores de la Palabra de Dios, que vivían y
actuaban en la fe.
Los padres conciliares no podían y no querían crear
una Iglesia nueva, diversa. No tenían ni el mandato ni el encargo de
hacerlo. Eran padres del Concilio con una voz y un derecho de decisión
sólo en cuanto obispos, es decir, en virtud del Sacramento y en la
Iglesia del Sacramento. Por eso no podían y no querían crear una fe
distinta o una Iglesia nueva, sino comprenderlas de modo más profundo y,
por consiguiente, realmente “renovarlas”. Por eso una hermenéutica de
la ruptura es absurda, contraria al espíritu y a la voluntad de los
padres conciliares.
En el cardenal Frings tuve un “padre” que vivió de modo ejemplar este
espíritu del Concilio. Era un hombre de gran apertura y amplitud de
miras, pero sabía también que sólo la fe permite salir al aire libre, al
espacio que queda vedado al espíritu positivista. Esta es la visión a
la que quería servir con el mandato recibido a través del Sacramento de
la ordenación episcopal.
No puedo menos que estarle siempre agradecido
por haberme llevado a mí — el profesor más joven de la Facultad
teológica católica de la universidad de Bonn — como su consultor a la
gran asamblea de la Iglesia, permitiéndome frecuentar esa escuela y
recorrer desde dentro el camino del concilio.
Se han
recogido varios escritos con los cuales, en esa escuela, he pedido la
palabra. Peticiones de palabra totalmente fragmentarias, en las que se
refleja también el proceso de aprendizaje que el concilio y su recepción
han significado y significan aún para mí. Espero que estas diversas
contribuciones, con todos sus límites, puedan ayudar en su conjunto a
comprender mejor el concilio y a traducirlo en una justa vida eclesial.
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