Qué sentido tiene la fe en un mundo de ciencia y técnica
Hoy quisiera reflexionar con
ustedes sobre lo elemental: ¿qué es la fe? ¿tiene sentido la fe en
un mundo donde la ciencia y la tecnología han abierto nuevos
horizontes hasta hace poco impensables? ¿qué significa creer hoy en
día? En efecto, en nuestro tiempo es necesaria una educación
renovada en la fe, que abarque por cierto el conocimiento de sus
verdades y de los acontecimientos de la salvación, pero que, en
primer lugar, nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo,
de amarlo, de confiar en Él, de modo que abrace toda nuestra vida.
En
la actualidad, junto con tantos signos buenos, crece también en
nuestro alrededor un desierto espiritual. A veces, se tiene la
sensación – ante ciertos acontecimientos de los que recibimos
noticias cada día – de que el mundo no se encamina hacia la
construcción de una comunidad más fraterna y pacífica, las mismas
ideas de progreso y bienestar muestran también sus sombras.
A pesar
de la grandeza de los descubrimientos de la ciencia y de los avances
de la tecnología, el hombre de hoy no parece ser verdaderamente más
libre, más humano, permanecen todavía muchas formas de explotación,
de manipulación, de violencia, de opresión, de injusticia ...
Además, un cierto tipo de cultura ha educado a moverse sólo en el
horizonte de las cosas, en lo posible, a creer sólo en lo que vemos
y tocamos con nuestras manos. Pero por otro lado, aumenta también el
número de personas que se sienten desorientadas y que tratan de ir
más allá de una visión puramente horizontal de la realidad, que
están dispuestas a creer en todo y su contrario.
En este contexto,
vuelven a surgir algunas preguntas fundamentales, que son mucho más
concretas de lo que parecen a primera vista: ¿qué sentido tiene
vivir? ¿hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las
generaciones futuras? ¿en qué dirección orientar las decisiones de
nuestra libertad para lograr en la vida un resultado bueno y feliz
resultado ser un éxito y una vida feliz? ¿qué nos espera más allá
del umbral de la muerte?
De
estas preguntas que no se logran apagar, emerge cómo el mundo de la
planificación, del cálculo exacto y de la experimentación, en una
palabra, el conocimiento de la ciencia, si bien son importantes para
la vida humana, no son suficientes.
Nosotros necesitamos no sólo el pan material, necesitamos amor, sentido y esperanza, un fundamento seguro, un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico, incluso en la crisis, en la oscuridad, en las dificultades y problemas cotidianos. La fe nos da precisamente esto: en una confiada entrega a un "Tú", que es Dios, el cual me da una certeza diferente, pero no menos sólida que la que proviene del cálculo exacto o de la ciencia.
Nosotros necesitamos no sólo el pan material, necesitamos amor, sentido y esperanza, un fundamento seguro, un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico, incluso en la crisis, en la oscuridad, en las dificultades y problemas cotidianos. La fe nos da precisamente esto: en una confiada entrega a un "Tú", que es Dios, el cual me da una certeza diferente, pero no menos sólida que la que proviene del cálculo exacto o de la ciencia.
La
fe no es un mero asentimiento intelectual del hombre a las verdades
particulares sobre Dios, es un acto con el cual me entrego libremente
a un Dios que es Padre y me ama, es adhesión a un "Tú"
que me da esperanza y confianza.
Ciertamente, esta unión con Dios no carece de contenido: con ella, sabemos que Dios se ha revelado a nosotros en Cristo, que hizo ver su rostro y se acercó realmente a cada uno de nosotros. Aún más, Dios ha revelado que su amor al hombre, a cada uno de nosotros es sin medida: en la Cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre nos muestra, en la forma más luminosa, hasta dónde llega este amor, hasta darse a sí mismo hasta el sacrificio total.
Ciertamente, esta unión con Dios no carece de contenido: con ella, sabemos que Dios se ha revelado a nosotros en Cristo, que hizo ver su rostro y se acercó realmente a cada uno de nosotros. Aún más, Dios ha revelado que su amor al hombre, a cada uno de nosotros es sin medida: en la Cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre nos muestra, en la forma más luminosa, hasta dónde llega este amor, hasta darse a sí mismo hasta el sacrificio total.
Con
el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, Dios desciende
hasta el fondo de nuestra humanidad, para volverla a llevar hacia Él,
para elevarla hasta que alcance su altura. La fe es creer en este
amor de Dios, que nunca falla ante la maldad de los hombres, ante el
mal y la muerte, sino que es capaz de transformar todas las formas de
esclavitud, brindando la posibilidad de la salvación.
Tener
fe, entonces, es encontrar a ese "Tú," a Dios, que me
sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible, que no
sólo aspira a la eternidad, sino que la dona; es entregarme a Dios
con la actitud confiada de un niño, que sabe que todas sus
dificultades y todos sus problemas están a salvo en el "tú"
de la madre. Y esta posibilidad de la salvación por medio de la fe
es un don que Dios ofrece a todos los hombres.
Creo que deberíamos meditar más a menudo - en nuestra vida cotidiana, caracterizada por problemas y situaciones a veces dramáticas – sobre el hecho de que creer cristianamente implica ese entregarme con confianza al sentido profundo que me sostiene - a mí y al mundo – ese sentido que no somos capaces de darnos nosotros mismos, sino que sólo podemos recibir como don, y que es el cimiento sobre el cual podemos vivir sin miedos.
Y debemos ser capaces de proclamar y anunciar esta certeza liberadora y tranquilizadora de la fe, con palabras y con nuestras acciones para mostrarla con nuestra vida como cristianos.
Creo que deberíamos meditar más a menudo - en nuestra vida cotidiana, caracterizada por problemas y situaciones a veces dramáticas – sobre el hecho de que creer cristianamente implica ese entregarme con confianza al sentido profundo que me sostiene - a mí y al mundo – ese sentido que no somos capaces de darnos nosotros mismos, sino que sólo podemos recibir como don, y que es el cimiento sobre el cual podemos vivir sin miedos.
Y debemos ser capaces de proclamar y anunciar esta certeza liberadora y tranquilizadora de la fe, con palabras y con nuestras acciones para mostrarla con nuestra vida como cristianos.
A
nuestro alrededor, sin embargo, vemos cada día que muchas personas
son indiferentes o se niegan a aceptar este anuncio.
Al final del Evangelio de Marcos, hoy tenemos palabras duras de Resucitado que dice: "El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará." (Marcos 16:16). Se perderá a sí mismo. Os invito a reflexionar sobre esto. La confianza en la acción del Espíritu Santo, siempre nos debe empujar a predicar el Evangelio, a dar testimonio valiente de la fe; pero, además de la posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe, también existe el riesgo de rechazo del Evangelio, de no querer recibir el encuentro vital con Cristo.
San Agustín ya ponía este problema en un comentario sobre la parábola del sembrador: "Nosotros hablamos - decía- tiramos la semilla, esparcimos la semilla. Hay quienes desprecian, hay los que critican, los que se burlan. Si les tememos, no tenemos nada que sembrar y el día de la cosecha perderemos la cosecha. Así pues, venga la semilla de la buena tierra".
El rechazo, por lo tanto, no nos debe desalentar. Como cristianos, somos testigos de este suelo fértil, nuestra fe, incluso dentro de nuestros límites, demuestra que hay buena tierra, donde la semilla de la Palabra de Dios produce frutos abundantes de justicia, paz y amor, de nueva humanidad, de salvación. Y toda la historia de la Iglesia, con todos los problemas, demuestra también que existe la tierra buena, existe la semilla buena que da fruto.
Al final del Evangelio de Marcos, hoy tenemos palabras duras de Resucitado que dice: "El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará." (Marcos 16:16). Se perderá a sí mismo. Os invito a reflexionar sobre esto. La confianza en la acción del Espíritu Santo, siempre nos debe empujar a predicar el Evangelio, a dar testimonio valiente de la fe; pero, además de la posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe, también existe el riesgo de rechazo del Evangelio, de no querer recibir el encuentro vital con Cristo.
San Agustín ya ponía este problema en un comentario sobre la parábola del sembrador: "Nosotros hablamos - decía- tiramos la semilla, esparcimos la semilla. Hay quienes desprecian, hay los que critican, los que se burlan. Si les tememos, no tenemos nada que sembrar y el día de la cosecha perderemos la cosecha. Así pues, venga la semilla de la buena tierra".
El rechazo, por lo tanto, no nos debe desalentar. Como cristianos, somos testigos de este suelo fértil, nuestra fe, incluso dentro de nuestros límites, demuestra que hay buena tierra, donde la semilla de la Palabra de Dios produce frutos abundantes de justicia, paz y amor, de nueva humanidad, de salvación. Y toda la historia de la Iglesia, con todos los problemas, demuestra también que existe la tierra buena, existe la semilla buena que da fruto.
Pero
preguntémonos: ¿de dónde saca el hombre aquella apertura de
corazón y de la mente para creer en el Dios que se ha hecho visible
en Jesucristo, muerto y resucitado, para recibir su salvación, para
que Él y su Evangelio sean la guía y la luz de la existencia?
Respuesta: Podemos creer en Dios porque Él viene a nosotros y nos toca, porque el Espíritu Santo, don del Señor resucitado, nos hace capaces de acoger el Dios vivo.
La fe es, pues, ante todo un don sobrenatural, un don de Dios.
El Concilio Vaticano II afirma, cito: " Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, y son necesarios los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad".
La base de nuestro camino de fe es el bautismo, el sacramento que nos da el Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios en Cristo, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia: no se cree, sin prevenir la gracia del Espíritu; y no creemos solos, sino junto con los hermanos. A partir del Bautismo cada creyente está llamado a re-vivir y hacer su propia confesión de fe, junto con sus hermanos.
Respuesta: Podemos creer en Dios porque Él viene a nosotros y nos toca, porque el Espíritu Santo, don del Señor resucitado, nos hace capaces de acoger el Dios vivo.
La fe es, pues, ante todo un don sobrenatural, un don de Dios.
El Concilio Vaticano II afirma, cito: " Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, y son necesarios los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad".
La base de nuestro camino de fe es el bautismo, el sacramento que nos da el Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios en Cristo, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia: no se cree, sin prevenir la gracia del Espíritu; y no creemos solos, sino junto con los hermanos. A partir del Bautismo cada creyente está llamado a re-vivir y hacer su propia confesión de fe, junto con sus hermanos.
La
fe es un don de Dios, pero también es un acto profundamente humano y
libre. El Catecismo de la Iglesia Católica lo dice claramente: "Sólo
es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu
Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente
humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del
hombre "(n. 154).
Es más, las implica y los exalta, en una apuesta de vida que es como un éxodo, es decir: un salir de sí mismos, de los propias seguridades, de los propios esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios que nos muestra su camino para conseguir la verdadera libertad, nuestra identidad humana, la verdadera alegría de corazón, la paz con todos.
Creer es confiarse libremente y con alegría al plan providencial de Dios en la historia, como lo hizo el patriarca Abraham, como lo hizo María de Nazaret. La fe es, pues, un consentimiento con el que nuestra mente y nuestro corazón dicen su "sí" a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y este "sí" transforma la vida, le abre el camino hacia una plenitud de sentido, que la hace nueva, rica de alegría y esperanza fiable.
Es más, las implica y los exalta, en una apuesta de vida que es como un éxodo, es decir: un salir de sí mismos, de los propias seguridades, de los propios esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios que nos muestra su camino para conseguir la verdadera libertad, nuestra identidad humana, la verdadera alegría de corazón, la paz con todos.
Creer es confiarse libremente y con alegría al plan providencial de Dios en la historia, como lo hizo el patriarca Abraham, como lo hizo María de Nazaret. La fe es, pues, un consentimiento con el que nuestra mente y nuestro corazón dicen su "sí" a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y este "sí" transforma la vida, le abre el camino hacia una plenitud de sentido, que la hace nueva, rica de alegría y esperanza fiable.
Queridos
amigos, nuestro tiempo requiere cristianos que han sido aferrados por
Cristo, que crezcan en la fe a través de la familiaridad con las
Sagradas Escrituras y los Sacramentos.
Personas que sean casi como un libro abierto que narra la experiencia de la vida nueva en el Espíritu, la presencia del Dios que nos sostiene en el camino y nos abre a la vida que no tendrá fin. Gracias.
Personas que sean casi como un libro abierto que narra la experiencia de la vida nueva en el Espíritu, la presencia del Dios que nos sostiene en el camino y nos abre a la vida que no tendrá fin. Gracias.
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