El silencio de Jesùs
Queridos hermanos y hermanas: en una serie de catequesis precedentes he hablado sobre la oración de Jesús y no quisiera concluir esta reflexión, sin detenerme brevemente sobre el tema del silencio de Jesús, tan importante en la relación con Dios.
En la Exhortación apostólica Postsinodal Verbum Domini, había hecho referencia al papel que el silencio asume en la vida de Jesús, sobre todo en el Gólgota: "Aquí estamos frente a la "Palabra de la Cruz "(1 Cor 1,18). El verbo enmudece, se convierte en silencio mortal, ya que se "dijo" hasta callar, que no retuviera nada de lo que teníamos que comunicar "(n. 12). Frente a este silencio de la cruz, San Máximo el Confesor pone en los labios de la Madre de Dios la siguiente expresión: "Sin palabra está la Palabra del Padre, que hizo a todas las criaturas que hablan, sin vida están los ojos apagados de aquel que a su palabra y a su gesto se mueve todo lo que tiene la vida "(La Vida de María, n 89:.. Textos marianos del primer milenio, 2, Roma 1989, p 253). La cruz de Cristo no sólo muestra el silencio de Jesús como su última palabra al Padre, sino que también revela que Dios habla a través del silencio: "El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre es la etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios, la Palabra encarnada. Colgado en la cruz, se ha lamentado por el dolor causado por este silencio: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado" (Mc 15:34, Mt 27:46). Continuando en la obediencia hasta el último aliento de vida, en la oscuridad de la muerte, Jesús ha invocado al Padre. A Él se ha confiado en el momento del pasaje, a través de la muerte, a la vida eterna: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lucas 23:46) "(ib., Verbum Domini, 21). La experiencia de Jesús en la cruz es profundamente reveladora de la situación del hombre que reza y de la culminación de la oración: después de haber escuchadoy reconocido la Palabra de Dios, debemos mesurarnos con el silencio de Dios, expresión importante de la misma Palabra divina. La dinámica de la palabra y el silencio, que marca la oración de Jesús en toda su vida terrena, sobre todo en la cruz, toca también nuestra vida de oración en dos direcciones. La primera es la que se refiere a la recepción de la Palabra de Dios. Es necesario el silencio interior y exterior para que esa palabra se puede escuchar. Y este es particularmente un punto difícil para nosotros en nuestro tiempo. De hecho, la nuestra es una época que no favorece el recogimiento; es más a veces se tiene la impresión de que haya miedo a salirse, aunque sea por un instante, del río de palabras e imágenes que marcan y llenan los días. Por esto en la citada Exhortación Apostólica Verbum Domini, he recordado la necesidad de educarnos sobre el valor del silencio: "Redescubrir la centralidad de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia significa también redescubrir el sentido de paz interior y de meditación. La tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están engastados al silencio, y sólo en el silencio la Palabra puede encontrar morada en nosotros, como ocurrió en María, inseparablemente mujer de la palabra y el silencio "(n. 21). Este principio de que sin el silencio no se oye, no se escucha, no se recibe una palabra, este principio vale para la oración personal, especialmente, pero también para nuestras liturgias: para facilitar una escucha auténtica, éstas deben también estar llenas de momentos de silencio y de acogida no verbal. Es siempre válida la observación de San Agustín: Verbo crescente, verba deficiunt - "Cuando la Palabra de Dios crece, disminuyen las palabras del hombre " (cf. Sermo 288,5: PL 38,1307, Sermón 120,2 PL 38.677). Los Evangelios presentan a menudo, sobre todo en las decisiones cruciales, a Jesús se que se retira solo en un lugar apartado de las multitudes y de los mismos discípulos para orar en silencio y de excavar un espacio interior en lo profundo de nosotros mismos para hacer que en él habite Dios, para que su palabra quede dentro de nosotros, para que el amor por Él eche raíces en nuestras mentes y en nuestros corazones y anime nuestras vidas. Así pues la primera dirección, es la de volver a aprender el silencio para escuchar, que nos abre a los demás, a la palabra de Dios Pero hay también una segunda e importante relación del silencio con la oración. De hecho, no hay sólo nuestro silencio para prepararnos a la escuchar la Palabra de Dios; a menudo en nuestras oraciones, nos encontramos con el silencio de Dios, probamos casi una sensación de abandono, nos parece que Dios no escuche y no responda. Pero este silencio de Dios, como pasó con Jesús, no marca su ausencia. El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha, incluso en la oscuridad del dolor, del rechazo, y de la soledad. Jesús tranquiliza a los discípulos y a cada uno de nosotros de que Dios conoce bien nuestras necesidades en cualquier momento de nuestras vidas. Él enseña a sus discípulos: “Cuando recéis, no habléis mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados. No hagáis como ellos, porque el Padre que está en el cielo sabe bien qué es lo que os hace falta, antes de que lo pidáis". (Mt 6,7-8). Un corazón atento, silencioso, abierto, es más importante que muchas palabras. Dios nos conoce por dentro, más que nosotros mismos, y nos ama: saber esto debería ser suficiente. En la Biblia la experiencia Job es particularmente significativa al respecto. Este hombre, en poco tiempo, pierde todo: familiares, bienes, amigos, salud; pare que la conducta de Dios hacia él sea el abandono, el silencio total. Y sin embargo, Job, en su relación con Dios, habla con Dios, clama hacia Dios en su oración. A pesar de todo, conserva intacta su fe y al final descubre el valor de su experiencia y del silencio de Dios. De este modo, al final, dirigiéndose al Creador, puede concluir: « Yo te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos». (Job 42,5). Casi todos nosotros conocemos a Dios sólo de oídas y cuán más abiertos estamos a su silencio y a nuestro silencio, más empezamos a conocerlo realmente. Esta extrema confianza que se abre al encuentro profundo con Dios ha madurado en el silencio. San Francisco Javier rezaba dicendo al Señor: yo te amo, no porque puedes darme el cielo o condenarme al infierno, sino porque eres mi Dios. Te amo porque Tú eres Tú. Al encaminarnos hacia la conclusión de las reflexione sobre la oración de Jesús, vuelven a la memoria algunas enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica. Dice il Catecismo: «El evento de la oración se nos revela plenamente en el Verbo que se ha hecho carne y que habita entre nosotros. Intentar comprender su oración, a través de lo que sus testigos nos dicen en el Evangelio, es aproximarnos a la santidad de Jesús Nuestro Señor como a la zarza ardiendo: primero contemplándole a Él mismo en oración y después escuchando cómo nos enseña a orar, para conocer finalmente cómo recibe nuestra plegaria » (n. 2598). Y ¿cómo nos enseña Jesús a rezar? En el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica encontramos una respuesta clara: « Jesús nos enseña a orar no sólo con la oración del Padre nuestro – que ciertamente es el centro de su enseñanza sobre cómo rezar - sino también cuando Él mismo ora. Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas por una verdadera oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos; la confianza audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y comprendemos; la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación. (n. 544). Recorriendo los Evangelios hemos visto cómo el Señor es, para nuestra oración, interlocutor, amigo, testimonio y maestro. En Jesús se revela la novedad de nuestro diálogo con Dios: la oración filial, que el Padre espera de sus hijos. Y de Jesús aprendemos cómo la oración constante nos ayuda a interpretar nuestra vida, a cumplir nuestras opciones, a reconocer y a aceptar nuestra vocación, a descubrir los talentos que Dios nos ha dado, a cumplir cotidianamente su voluntad, único camino para realizar nuestra existencia. A nosotros, a menudo preocupados por la eficacia operativa y por los resultados concretos que podemos lograr, la oración de Jesús nos indica que tenemos necesidad de detenernos, de vivir momentos de intimidad con Dios, «desconectándonos» del ruido de cada día, para escuchar, para llegar a la «raíz» que sostiene y alimenta la vida. Uno de los momentos más lindos de la oración de Jesús es justo cuando Él, para afrontar las enfermedades, los problemas y los límites e sus interlocutores, se dirige a su Padre en la oración y enseña así al que está en alrededor dónde hay que buscar la fuente, para recibir esperanza y salvación. Pero, ya he recordado, como ejemplo conmovedor, la oración de Jesús ante la tumba de Lázaro. El Evangelista Juan cuenta: Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Después de decir esto, gritó con voz fuerte: «¡Lázaro, ven afuera!”» (Gv 11,41-43). Pero el punto más alto de profundidad en la oración al Padre, Jesús lo alcanza en el momento de la Pasión y de la Muerte, pronunciando su extremo «sí» al proyecto de Dios y mostrándonos cómo la voluntad humana encuentra su cumplimiento justo en la adhesión plena a la voluntad divina y no en la contraposición. En la oración y en su grito al Padre, desde la cruz, confluyen «todas las angustias de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación... He aquí que el Padre las recibe y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo. Así se realiza y se consuma el drama de la oración en la Economía de la creación y de la salvación» (Catecismo de la Iglesia Católica 2606) Queridos hermanos y hermanas, pidamos confiados al Señor vivir el camino de nuestra oración filial, aprendiendo cotidianamente de su Hijo Unigénito, que se hizo hombre por nosotros, cómo debe ser nuestra forma de dirigirnos a Dios. Las palabras de san Pablo sobre la vida cristiana en general, valen también para nuestra oración: « Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor » (Rm 8,38-39). |
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