¿SE PUEDE ORAR CON ARROGANCIA? NO!! ¿SE PUEDE ORAR CON HIPOCRESÍA? NO!!
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El miércoles pasado hemos escuchado la parábola del juez y
la viuda, sobre la necesidad de orar con perseverancia. Hoy, con otra parábola,
Jesús quiere enseñarnos cuál es la actitud justa para orar e invocar la
misericordia del Padre: cómo se debe orar. Una actitud justa para orar. Es la
parábola del fariseo y del publicano (Cfr. Lc 19,9-14).
Ambos protagonistas suben al templo a orar, pero actúan de
modos muy diferentes, obteniendo resultados opuestos. El fariseo ora «de pie»
(v. 11), y usa muchas palabras. La suya, si, es una oración de agradecimiento
dirigida a Dios, pero en realidad es un alarde de sus propios méritos, con
sentido de superioridad hacia los «demás hombres», calificándolos como «ladrones,
injustos y adúlteros», como, por ejemplo – y señala a aquel otro que estaba ahí
- «como ese publicano» (v. 11). Pero precisamente aquí está el problema: aquel
fariseo ora a Dios, pero en verdad mira a sí mismo. ¡Ora a si mismo! En vez de
tener delante a sus ojos al Señor, tiene un espejo. A pesar de encontrarse en
el templo, no siente la necesidad de postrarse delante de la majestad de Dios;
está de pie, se siente seguro, ¡casi fuera él, el dueño del templo! Él enumera
las buenas obras cumplidas: es irreprensible, observante de la Ley más de lo
debido, ayuna «dos veces por semana» y paga la “décima” parte de todo aquello
que posee. En conclusión, más que orar, el fariseo se complace de la propia
observancia de los preceptos. Y además, su actitud y sus palabras están lejos
del modo de actuar y de hablar de Dios, quien ama a todos los hombres y no
desprecia a los pecadores. Éste desprecia a los pecadores, también cuando
señala al otro que está ahí. Aquel fariseo, que se considera justo, descuida el
mandamiento más importante: el amor a Dios y al prójimo.
No basta pues preguntarnos cuánto oramos, debemos también
examinarnos cómo oramos, o mejor, cómo es nuestro corazón: es importante
examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos, y extirpar la arrogancia
y la hipocresía. Pero, yo pregunto: ¿se puede orar con arrogancia? No. ¿Se
puede orar con hipocresía? No. Solamente, debemos orar ante Dios como nosotros
somos. Pero éste oraba con arrogancia e hipocresía. Estamos todos metidos en la
agitación del ritmo cotidiano, muchas veces a merced de sensaciones,
desorientadas, confusas. Es necesario aprender a encontrar el camino hacia
nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es
ahí que Dios nos encuentra y nos habla. Solamente a partir de ahí podemos
nosotros encontrar a los demás y hablar con ellos.
El fariseo se ha encaminado
hacia el templo, está seguro de sí, pero no se da cuenta de haber perdido el
camino de su corazón.
El publicano en cambio se presenta en el templo con ánimo
humilde y arrepentido: «manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a
levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho» (v. 13). Su oración
es breve, no es tan larga como aquella del fariseo: «Dios mío, ten piedad de
mí, que soy un pecador». Nada más. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. Bella
oración, ¿eh? Podemos decirla tres veces, todos juntos. Digámosla: “Oh Dios,
ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten
piedad de mí pecador”.
De hecho, los cobradores de impuestos – llamados
justamente, publicanos – eran considerados personas impuras, sometidas a los
dominadores extranjeros, eran mal vistos por la gente y generalmente asociados
a los “pecadores”. La parábola enseña que se es justo o pecador no por la
propia pertenencia social, sino por el modo de relacionarse con Dios y por el
modo de relacionarse con los hermanos. Los gestos de penitencia y las pocas y
simples palabras del publicano testimonian su conciencia acerca de su mísera
condición. Su oración es esencial. Actúa como un humilde, seguro solo de ser un
pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque tenía ya todo,
el publicano puede solo mendigar la misericordia de Dios. Y esto es bello, ¿eh?
Mendigar la misericordia de Dios. Presentándose “con las manos vacías”, con el
corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos nosotros
la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final justamente
él, despreciado así, se convierte en icono del verdadero creyente.
Jesús concluye la parábola con una sentencia: «Les aseguro
que este último – es decir, el publicano - volvió a su casa justificado, pero
no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla
será ensalzado» (v. 14). De estos dos, ¿Quién es el corrupto? El fariseo. El
fariseo es justamente el icono del corrupto que finge orar, pero solamente
logra vanagloriarse de sí mismo delante de un espejo. Es un corrupto pero finge
orar. Así, en la vida quien se cree justo y juzga a los demás y los desprecia,
es un corrupto y un hipócrita. La soberbia compromete toda acción buena, vacía
la oración, aleja a Dios y a los demás. Si Dios prefiere la humildad no es para
desanimarnos: la humildad es más bien la condición necesaria para ser
ensalzados por Él, así poder experimentar la misericordia que viene a colmar
nuestros vacíos. Si la oración del soberbio no alcanza el corazón de Dios, la
humildad del miserable lo abre. Dios tiene una debilidad: la debilidad por los
hombres. Delante a un corazón humilde, Dios abre su corazón totalmente. Es esta
humildad que la Virgen María expresa en el cántico del Magníficat: «Ha mirado
la humillación de su esclava. […] Su misericordia se extiende de generación en
generación sobre aquellos que lo temen» (Lc 1,48.50). Que Ella nos ayude,
nuestra Madre, a orar con un corazón humilde. Y nosotros, repitamos tres veces
más, aquella bella oración: “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten
piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. Gracias.
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
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