Jesús dice a sus
discípulos: el Espíritu Santo "os guiará a la verdad" (Jn
16:13), Él mismo es "el Espíritu de la Verdad" (cf. Jn 14:17, 15:26,
16:13).
Vivimos en una época en la que se es más bien escéptico con respecto a
la verdad. Benedicto XVI ha hablado muchas veces de relativismo, es decir, la
tendencia a creer que no hay nada definitivo, y a pensar que la verdad está
dada por el consenso general o por lo que nosotros queremos.
Se plantean estas
preguntas: ¿existe realmente "la" verdad? ¿Qué es "la"
verdad? ¿Podemos conocerla? ¿Podemos encontrarla? Aquí me viene a la memoria la
pregunta del procurador romano Poncio Pilato cuando Jesús le revela el sentido
profundo de su misión: "¿Qué es la verdad?" (Jn 18,37.38). Pilato no
entiende que "la" Verdad está frente a él, no es capaz de ver en
Jesús el rostro de la Verdad, que es el rostro de Dios. Y sin embargo, Jesús es
esto: la Verdad, la cual, en la plenitud del tiempo, "se hizo carne"
(Jn 1,1.14), que vino entre nosotros para que la conociéramos. La verdad no te
agarra como una cosa, la verdad se encuentra. No es una posesión, es un
encuentro con una Persona.
Pero, ¿quién nos hace reconocer que Jesús es
"la" Palabra de la verdad, el Hijo unigénito de Dios Padre? San Pablo
enseña que "nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, si no está impulsado
por el Espíritu Santo" (1 Cor 12:03). Es sólo el Espíritu Santo, el don de
Cristo Resucitado, quien nos hace reconocer la verdad.
Jesús lo define el
"Paráclito", que significa "el que viene en nuestra ayuda",
el que está a nuestro lado para sostenernos en este camino de conocimiento; y,
en la Última Cena, Jesús asegura a sus discípulos que el Espíritu Santo les
enseñará todas las cosas, recordándoles sus palabras (cf. Jn 14,26).
¿Cuál es
entonces la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas y en la vida de la
Iglesia para guiarnos a la verdad?
En primer lugar, recuerda e imprime en los
corazones de los creyentes las palabras que Jesús dijo, y precisamente a través
de estas palabras, la ley de Dios - como lo habían anunciado los profetas del
Antiguo Testamento - se inscribe en nuestros corazones y en nosotros se
convierte en un principio de valoración de las decisiones y de orientación de
las acciones cotidianas, se convierte en un principio de vida. Se realiza la gran
profecía de Ezequiel: "os purificaré de todas vuestras impurezas y de todos vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo…
infundiré mi espíritu en vosotros y haré que sigáis mis preceptos, y que observéis
y practiquéis mis leyes”. (36:25-27). De hecho, de lo profundo de nosotros
mismos nacen nuestras acciones: es el corazón el que debe convertirse a Dios, y
el Espíritu Santo lo transforma si nosotros nos abrimos a Él.
El Espíritu Santo, entonces, como promete Jesús,
nos guía "en toda la verdad" (Jn 16,13); nos lleva no sólo para
encontrar a Jesús, la plenitud de la Verdad, sino que nos guía "en"
la Verdad, es decir, nos hace entrar en una comunión siempre más profunda con
Jesús, dándonos la inteligencia de las cosas de Dios. Y ésta no la podemos
alcanzar con nuestras fuerzas. Si Dios no nos ilumina interiormente, nuestro
ser cristianos será superficial.
Probemos a preguntarnos: ¿estoy abierto al
Espíritu Santo, le pido para que me ilumine, y me haga más sensible a las cosas
de Dios? Y ésta es una oración que tenemos que rezar todos los días, todos los
días:
Espíritu Santo, que mi corazón esté abierto
a la Palabra de Dios,
que mi
corazón esté abierto al bien,
que mi corazón esté abierto a la belleza de Dios,
todos, todos los días.
Pero me gustaría hacer una pregunta a todos ustedes:
¿Cuántos de vosotros rezais cada día al Espíritu Santo, ¿eh? ¡Serán pocos, eh!
pocos, unos pocos, pero nosotros tenemos que cumplir este deseo de Jesús: orar
cada día al Espíritu Santo para que abra nuestros corazones a Jesús.
Pensemos
en María que «conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón " (Lc
2,19.51). La recepción de las palabras y las verdades de fe, para que se
conviertan en vida, se necesita que se realicen y crezcan bajo la acción del
Espíritu Santo. En este sentido, debemos aprender de María, reviviendo su "sí",
su total disponibilidad para recibir al Hijo de Dios en su vida, que desde ese
momento la transformó. A través del Espíritu Santo, el Padre y el Hijo
establecen su morada en nosotros: nosotros vivimos en Dios y para Dios. ¿Pero
nuestra vida está verdaderamente animada por Dios? ¿Cuántas cosas interpongo
antes que Dios?
Queridos hermanos y hermanas, tenemos que
dejarnos impregnar con la luz del Espíritu Santo, para que Él nos introduzca en
la Verdad de Dios, que es el único Señor de nuestra vida.
En este Año de la Fe,
preguntémonos si en realidad hemos dado algunos pasos para conocer mejor a
Cristo y las verdades de la fe, con la lectura y la meditación de las
Escrituras, con el estudio del Catecismo, acercándonos con asiduidad a los
Sacramentos. Pero preguntémonos al mismo tiempo cuántos pasos estamos dando
para que la fe dirija toda nuestra existencia.
No se es cristiano "según
el momento", sólo algunas veces, en algunas circunstancias, en algunas
ocasiones; ¡no, no se puede ser cristiano así! ¡Se es cristiano en todo
momento! Totalmente.
La verdad de Cristo, que el Espíritu Santo nos
enseña y forma parte para siempre y totalmente de nuestra vida cotidiana.
Invoquémosle con más frecuencia, para que nos guíe en el camino de los
discípulos de Cristo.
Invoquémosle todos los días, hagamos esta propuesta: cada
día invoquemos al Espíritu Santo. ¿Lo haréis? No oigo, eh, todos los días, eh!
Y
así el Espíritu nos llevará más cerca de Jesucristo. Gracias
Comentarios
Publicar un comentario
A la hora de expresarse tengamos en cuenta la ley de la Caridad