El simple y honesto cumplimiento de las tareas cotidianas

   «Es deseo de Dios que nadie se pierda, decía el Beato Juan Pablo II en su viaje a Fátima, por eso envió hace dos mil años a su Hijo sobre la tierra para buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10). Y nos salvó mediante su muerte en la Cruz. ¡Que nadie considere vana esa Cruz!...
  En su maternal solicitud, la Santísima Virgen vino hasta aquí, a Fátima, para pedir a los hombres «que dejaran de ofender a Dios, Nuestro Señor, porque ya está muy ofendido». Lo que le obligó a hablar fue el dolor de una madre, pues estaba en juego el destino de sus hijos. Por ese motivo les pidió a los pastorcillos: «Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores; si hay tantas almas que perecen en el infierno es porque nadie reza ni se sacrifica por ellas»».
  Esa llamada de Nuestra Señora va dirigida a cada uno de nosotros, en estos momentos históricos.
   El 20 de abril de 1943, Lucía precisaba al obispo de Leiria qué penitencias esperaba Dios de sus hijos: «El Señor está apenado de ver que son muy pocas las almas que se hallan en gracia y que estén dispuestas a las renuncias necesarias para observar su Ley. Y lo que ahora exige es precisamente penitencia, el sacrificio que cada uno debe imponerse para vivir una vida justa de conformidad con su Ley».
   Y el mensaje sigue diciendo que la única mortificación que quiere Dios es «el simple y honesto cumplimiento de las tareas cotidianas y la aceptación de las penas y de los sinsabores; y desea que mostremos claramente el camino a las almas, pues muchos creen que la penitencia significa padecer grandes austeridades, y, al no disponer ni de fuerza ni de magnanimidad para abordarlas, se desaniman y caen en una vida de indiferencia y de pecado».
   Este sencillo programa está al alcance de todos, y pasa a través del deber de estado cotidiano, consiguiendo la fuerza necesaria del rezo y de la meditación del Rosario.
    Es eso lo que hoy pedimos al Corazón Inmaculado de María.

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