La Santa Cruz

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La Cruz gloriosa de Cristo reasume los sufrimientos del mundo, pero es sobre todo signo tangible del amor, medida de la bondad de Dios hacia el hombre. 
En este lugar también nosotros estamos llamados a recuperar la dimensión sobrenatural de la vida, a elevar los ojos de aquello que es contingente, para volver a confiarnos completamente al Señor, con el corazón libre y en perfecto gozo, contemplando el Crucifijo para que nos hable con su amor.

«Altissimu, onnipotente, bon Signore, Tue so’ le laude, la gloria e l’honore et omne benedictione» “Altísimo, omnipotente, buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición” (Cantico del Hermano Sol: FF, 263).



Solo dejándonos iluminar por la luz del amor de Dios, el hombre y la naturaleza entera pueden ser rescatados, la belleza puede finalmente reflejar el esplendor del rostro de Cristo, como la luna refleja el sol. Brotando de la Cruz gloriosa, la Sangre del Crucificado vuelve a vivificar los huesos áridos del Adán que está en nosotros, para que cada uno rencuentre el gozo de encaminarse hacia la santidad, de subir hacia lo alto, hacia Dios. 

Desde este lugar bendito, me uno a la oración de todos los franciscanos y las franciscanas de la tierra: «Te adoramos, Santísimo Señor Jesucristo, aquí y en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, pues por tu santa cruz haz redimido al mundo».





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