CAMINAR EN LIBERTAD HACIA DIOS

Lo que Dios nos pide para entrar en el camino de la unión con él no es difícil ni requiere nada extraordinario, simplemente basta con querer; pero no de cualquier manera, sino querer de verdad. Y la prueba de que queremos así, en serio, es que estamos dispuestos a pagar el precio de las opciones que libremente tomamos. En este caso tenemos que estar dispuestos a hipotecarlo todo frente a Dios, para que él sea de verdad el único y absoluto centro de nuestra vida. Sólo una voluntad firme y decidida en este sentido puede permitirnos empezar a recorrer el itinerario de la fe profunda que, a través de la purificación, lleva a la unión transformante.



Quizá puede ayudarnos en este sentido hacer una relación de todo lo que nos ata; es decir, todo aquello a lo que se apega nuestro corazón (personas, cargos, circunstancias, cosas, etc.), todo lo que necesitamos imperiosamente y que tenemos miedo a perder, todo aquello sin lo cual no podemos ser felices. Y para ver esto con más nitidez podemos empezar por reconocer nuestros miedos, porque ponen de manifiesto todas las realidades a las que nuestro corazón está apegado. Por supuesto, aquí no buscamos principalmente valores o afectos negativos o pecaminosos (aunque también puede haberlos), sino aquellas realidades buenas o excelentes, pero que han atrapado nuestro corazón.
A partir de aquí y en la medida en que somos capaces de reconocer nuestras ataduras fundamentales, si queremos entrar en el camino de la unión con Dios deberíamos empezar por ofrecerle a él todas esas realidades que nos esclavizan, haciendo un valiente ejercicio de libertad interior. En principio bastaría con poner en las manos de Dios todo lo que tenemos y disponernos a aceptar que él nos arrebate lo que él sabe que nos impide ser verdaderamente libres. Éste es el primer paso en el proceso normal de crecimiento espiritual, pero si lo que pretendemos es entrar en el camino de la transformación interior y de la unión con Dios no basta con el ofrecimiento, se necesita la renuncia real. El simple ofrecimiento puede quedarse en la intención y, además, suele hacerse compatible con condiciones, reservas o dilaciones, lo que hace imposible la disposición real de verdadero abandono que es imprescindible para dar ese primer paso que nos introduce en la noche oscura. Un paso que sólo se puede dar invitado por el Señor y realizando un acto de auténtico amor manifestado en forma de despojo real.
Por esto, la única manera de entrar en la purificación necesaria para comenzar el itinerario que pretendemos consiste en acallar todos los afectos. Lo que no quiere decir que seamos nosotros los protagonistas y los artífices de la purificación -que siempre es Dios-, sino que tenemos que demostrar al Señor nuestra voluntad decidida de entrar en el proceso de crecimiento interior que lleva a la comunión de amor, y por eso estamos dispuestos a realizar un ejercicio fundamental de docilidad a la gracia transformante.
Este comienzo tiene que hacerse con sano realismo; y es muy importante no tomarlo como un mero ejercicio ascético, ni siquiera como un acto de renuncia por la renuncia, ni tampoco como un medio mágico que nos proporcione automáticamente determinados resultados espirituales.
Una vez hayamos visto con claridad los afectos a los que nuestro corazón se apega y tengamos claro las ataduras que esconden, hemos de renunciar a ellos en la medida en que buenamente podamos y lo permitan las circunstancias; en cualquier caso siempre debemos poner una especial sobriedad en los afectos, del tipo que sean. Hemos de predisponernos a vivir unas realidades que van mucho más allá de lo meramente sensible afectivo.
No debemos olvidar que estamos en el ámbito de la cruz. Toda esta purificación nos encamina a ella, porque la cruz está unida a nuestras necesidades y nuestros miedos. Por eso es vital que dejemos de huir de ella y la aceptemos de forma amorosa y efectiva; sin quejarnos ni buscar justificaciones o disculpas para eludirla.




Contando con esto, hemos de disponernos a aceptar en realidad -y no sólo en teoría- la purificación que conllevan nuestras opciones. La renuncia -o simplemente la austeridad- en los afectos crea necesariamente dolor y desconcierto en el alma. Además, Dios acentúa esta dolorosa realidad para profundizar en la purificación que necesitamos. Aquí no basta con «aguantar» estoicamente, es necesario aceptar y, especialmente, «querer». 

Dios no quiere el sacrificio por el sacrificio, sino el sacrificio por amor. Ambas realidades van siempre unidas, porque el sacrificio purifica el amor, convirtiéndose en la mejor expresión del amor y permitiendo que nos abramos a un amor infinitamente más grande que el nuestro. Si tenemos un cuerpo -una vida- es para hacer de ella un sacrificio -una ofrenda- de amor. No hemos de ofrecer a Dios una vida de sacrificios, sino el sacrificio de la vida. Hemos de abrazar la cruz hasta llegar al «Dios mío, lo quiero» como expresión del amor verdadero e incondicional.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                    

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