La leyenda del Príncipe Vladimir

 En algunos comentarios anteriores he hecho referencia a la belleza como mediación para llegar a Dios, tanto de la belleza de las cosas creadas, como de la belleza del arte en sus diversas manifestaciones. Me he inspirado en algunas de las ideas expuestas en el reciente Atrio de los Gentiles, celebrado en Barcelona los días 17 y 18 del pasado mes de mayo. Hoy deseo añadir algunas reflexiones sobre la belleza de la liturgia como mediación para   vivir la fe.

 

   Uno de los oradores en el acto final celebrado en la Sagrada Familia mencionó la leyenda del Príncipe Vladimir I de Kiev, llamado el Santo, que vivió entre los años 956 y 1015 de nuestra era. Es una figura histórica, pero también rodeada de una cierta leyenda, unida a la conversión de Rusia al cristianismo y a la consolidación del cristianismo en sus Estados. Cuando maduraba este proyecto, el príncipe envió unos emisarios a Constantinopla. Al retornar, estos emisarios le explicaron lo que habían sentido al asistir a una solemne liturgia en la basílica de Santa Sofía y le dijeron que había sido tan fuerte su impresión ante la belleza del rito, “que ya no sabían si estaban en la tierra o en el cielo.


   Esta leyenda tuvo un comentarista cualificado en la persona del entonces cardenal Joseph Ratzinger en una intervención del año 1997, en la que dijo: “Lo que convenció de la verdad de la fe, celebrada en la liturgia ortodoxa, a los enviados del príncipe ruso  no fue una especie de argumentación misionera, cuyas motivaciones les habrían parecido más iluminadoras que las de otras religiones. Lo que les impresionó fue más bien el misterio como tal, que, yendo más allá de la discusión, hizo brillar para la razón la potencia de la verdad”.
   Ya siendo Papa, Benedicto XVI dedicó un apartado a las relaciones entre la belleza y la liturgia en la exhortación apostólica publicada después del Sínodo episcopal dedicado a la eucaristía y titulada Sacramentum caritatis. “En la liturgia –dice el Papa- resplandece el Misterio Pascual mediante el cual Cristo mismo nos atrae hacia sí y nos llama a la comunión. En Jesús, como solía decir San Buenaventura, contemplamos la belleza y el  fulgor de los orígenes”.


   El Papa salía al paso de quienes puedan pensar que se trata de un mero esteticismo. Al contrario, “ es el modo en que nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del amor de Dios en Cristo. Aquí el resplandor de la gloria de Dios supera toda belleza mundana. La verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio Pascual”. Y aludiendo implícitamente a la leyenda del Príncipe Vladimir, añade el Santo Padre que “la belleza de la liturgia es parte de este Misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del cielo sobre la tierra” (n. 35).
   La belleza no es un elemento meramente decorativo de la celebración litúrgica, sino que está intrínsecamente unido a ella, es un elemento constitutivo por estar radicada en Dios y hacer que resplandezca el esplendor de su verdad, que no es sino la verdad de su amor.  


   La liturgia es bella cuando nos introduce en la belleza de la comunión con Dios. Sólo así nos introduce en su Misterio, nos invita a glorificarle y alimenta espiritualmente nuestra alma. 
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa

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