AUTOESTIMA Y HUMILDAD


   ¿Cómo conciliar dos actitudes que parecen paradoxales y culpabilizantes: es fundamental, se dice, conocerse, amarse, vivir de la propia riqueza interior, y, al mismo tiempo, como cristianos estar invitados a «vaciarnos de nosotros mismos para podernos llenar de Dios», a desprendernos, a no apegarnos a la propia persona.
      Tu pregunta se refiere a un problema clásico pero que se ha hecho muy actual a causa de la insistencia de psicólogos y pedagogos en la necesidad de la autoestima. 
   La espiritualidad cristiana ha enseñado siempre el precepto del Señor de amar al prójimo como a nosotros mismos. Y mal podríamos amar a los demás como a nosotros mismos, si a nosotros mismos no nos amásemos. En realidad debemos amar a todos aquellos a quienes Dios ama; sólo así podremos corresponder  al amor que Él nos tiene. Y entre todos los amados de Dios, el más cercano, aquel de cuyo bien cada uno de nosotros es más responsable es él mismo. Todos podemos y debemos decirnos, Dios me ama, y todo lo que de positivo hay en mi es un don suyo con carácter divino ¿cómo no me voy a amar yo?


    Claro está que esta autoestima cristiana tiene poco o nada que ver con el naturalismo de los padres de la autoestima de moda, Rousseau, Rogers y Cía., que consideran que nacemos naturalmente buenos, ignorando el desorden que ha dejado en nuestra naturaleza el pecado original, y sitúan la propia realización en el desarrollo de todas nuestras tendencias.
   Por el contrario la espiritualidad cristiana ha enseñado siempre la necesidad de desconfiar del amor propio, porque éste, como todo otro amor, para ser verdadero debe ser ordenado. Y tratándose de uno mismo, ordenarse no resulta nada fácil. De ahí la insistencia de los maestros espirituales cristianos de todos los tiempos, comenzando por el propio Jesucristo, en la necesidad de negarse a sí mismo, es decir, de decirse que no, que uno no puede dejarse arrastrar por las inclinaciones de la concupiscencia, ese desorden que el pecado de origen ha introducido en la naturaleza humana, haciendo que las facultades inferiores no se sometan fácilmente al dictado de las superiores. De ahí las bienaventuranzas, de las cuales la primera, “Bienaventurados los pobres de espíritu” (Mt 5, 1), sintetiza las demás, como hace notar el Papa en su libro “Jesús de Nazaret”. De ahí muchas otras palabras de Jesús. La señora a la que le aludía más arriba cita en su artículo toda una serie de esas palabras de Jesús, que desde luego, en su mayoría, mal se avienen con la actual promoción de la autoestima. Elijo y reproduzco a continuación las más apropiadas:

  “El que se enaltece, será humillado y el que se humilla será enaltecido”
  “El que quiera ser el primero entre vosotros que sea el servidor de todos”
  “No he venido a ser servido, sino a servir”
  “Al que te golpea en una mejilla, preséntale también la otra”
  “Da a quien te pida y no reclames al que te quita lo tuyo” Etc., etc.
    Y por mi cuenta añado, “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 29).
     Esta insistencia de Jesús evidencia que hay más peligro de excederse en el propio amor que en autodimensionarse según verdad. Porque la verdad es que todo nuestro valer consiste en el que el amor de Dios ha puesto en nosotros al crearnos de la nada y al redimirnos del pecado con la muerte y resurrección salvadoras de su Hijo eterno, hecho uno de nosotros.
     En definitiva la autoestima es necesaria en mayor o menor medida según las personas, y la humildad lo es todavía más.



     La dificultad, a la que aludes, de conciliar una y otra necesidad es real, pero con la gracia de Dios se puede lograr. Lo cristiano no es optar por uno u otro de los extremos que nos parecen contrarios en nuestros deberes, sino armonizarlos. No esto o aquello, sino esto y aquello. Así se ha podido decir que la santidad cristiana, única verdadera realización propia, consiste en la conciliación de las virtudes opuestas, sólo lograda con la vivencia perfecta de unas y otras. En nuestro caso se tratará de estimar, apreciar, amar y promover todo lo positivo que hay en nosotros, reconociéndolo humildemente como don de Dios que es, tanto en lo natural, como en lo sobrenatural, y simultáneamente reconocer, con no menor humildad, lo negativo como deficiencia propia que debemos detestar y en lo posible eliminar
    Como ve la solución está en esa gran verdad que, según Sta. Teresa de Jesús, es la humildad cristiana.      
 José Mª Fernández-Cueto, cpcr

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