TITANIC
Este
año 2012 se cumplen cien años del hundimiento del más famoso transatlántico: el
Titanic.
A pesar de que todos hemos visto alguna de las
múltiples películas que se han hecho sobre el mítico naufragio, recordemos por
unos instantes los hechos más relevantes.
El 14 de abril de 1912, el mayor
barco del mundo, con fama de insumergible, se fue a pique en su viaje inaugural
y como consecuencia del naufragio fallecieron mil quinientos pasajeros. Hay que
destacar la circunstancia de que a pesar de las advertencias sobre la
existencia de bancos de hielo en la ruta, el capitán no redujo la
velocidad. El Titanic avanza con gran
rapidez por la noche. El mar está en calma. De repente a las 23:40 h. los vigías
ven el iceberg al frente a unos 450 metros de distancia, elevándose unos 17 o
18 metros sobre el agua. De inmediato hacen sonar la campana de alarma tres
veces y telefonean al puente gritando: “Iceberg
por proa”.
El oficial de guardia da la orden ”todo a estribor” al
timonel, ordena a la sala de máquinas que detengan los motores, y después que
retrocedan a toda velocidad. Pero todo es inútil. El iceberg golpea el costado
de estribor de la proa abriendo varias vías de agua. El barco está sentenciado
de muerte. Nada puede hacer para evitar su fatídica condena.
Al
principio la gente se niega a creer que algo va mal; en la sala de fumar sigue
la partida de naipes; sobre cubierta algunos juegan con pedazos de hielo que
han caído del iceberg. Pero
paulatinamente se hace evidente que existe peligro; la cubierta se inclina cada
vez más, se disparan los cohetes como llamadas de auxilio; la gente se va
agolpando en los botes. Desgraciadamente no hay botes salvavidas para todos.
“Mujeres y niños primero” gritan desaforadamente los oficiales pero de manera
ignominiosa se encierra a los pasajeros de tercera clase en sus cubiertas.
Poco
después cunde la histeria, se oyen disparos, la gente lucha por sobrevivir. A
las 2:18 h de la madrugada se oye un estruendo enorme y el barco se parte en
dos. Apenas dos minutos después la sección de popa partida, se hunde lentamente
en el océano culminando así la mayor
tragedia marítima de la historia naval.
En
la imaginación popular, los sucesos de la noche del 14 de abril de 1912, se han
convertido en una fábula, cuya moraleja señala que el orgullo desbordado
conduce, inexorablemente a una trágica caída. Los constructores del navío
llegaron a proclamar con pompa que ni Dios podía hundirlo. Pero estos ingenieros desafiaron a las
incontrolables fuerzas de la naturaleza y como reza el Magnificar: “Dios
dispersa a los soberbios de corazón y derriba del trono a los poderosos.” (Lc 1,51-52)
El
Titanic representa una época situada en los preliminares de la primera guerra
mundial, en la que muchos europeos estaban convencidos de que, gracias a los
avances espectaculares de la ciencia y de la técnica, el hombre ampliaría
ilimitadamente su dominio sobre toda la naturaleza. Más aún, en su soberbia
pensaron que en este progreso hacia cotas de mayor poder y bienestar, se podría
prescindir de Dios.
En
esta línea el Concilio Vaticano II en la Gaudium et spes señala que: “La negación de Dios o de la
religión… se presentan no rara vez como exigencia de un progreso científico” (GS nº7).
Sin
embargo el mismo texto magisterial afirma con rotundidad: “Los cristianos lejos
de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios
y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el
contrario persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza
de Dios y consecuencia de su inefable designio” (GS
nª 34).
A
pesar de todo Dios estaba presente en esos duros momentos. Dios siempre está a
nuestro lado y no nos abandona nunca, ni en la peor de las situaciones. La
orquesta del buque tocó hasta el final la canción “Tan cerca de ti Señor, yo
quiero estar” En la película de James Cameron, la más famosa de todas las que
se han hecho sobre el evento, un sacerdote junto a un grupo de personas en los
momentos finales exclama las famosas
palabras del Apocalipsis: “Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva- porque
el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya” (Ap 21,1). Mientras tanto el buque se
hunde con su lujosa vajilla, sus fastuosos camarotes y sus dorados salones. La
lección es clara. El mundo regido por las ciegas pasiones humanas de la codicia
y la soberbia se desmorona inevitablemente en la oscuridad. Cuando las guerras
y las catástrofes provocadas por los hijos del viejo Adán azotan el mundo de
los hombres, más pensamos en ese barco y en todo lo que se hundió con él.
Sin embargo cuando el hombre construye su
morada en la tierra, según los amorosos designios de Dios, solo entonces es cuando
se cumple la promesa del Apocalipsis: «Pondrá
su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y Él, Dios con ellos, será
su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá
llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21,3-4).
Finalmente,
setenta y tres años después del hundimiento, el 1 de septiembre de 1985,
después de una búsqueda que duró largas semanas, el oceanógrafo Robert Ballard
y su equipo descubrieron los restos del
pecio más famoso del mundo.
La
verdad es que el fondo marino es un lugar muy adecuado para reflexionar
serenamente sobre los pecados capitales que se hundieron con el Titanic.
Queda
el barco con su proa erguida como
símbolo de la arrogancia humana que quiso desafiar a Dios.
Ramón Sánchez Castillo
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