UNA MUJER COMPROMETIDA CON LA LIBERACION DE SU PUEBLO
Festejamos hoy a una joven mujer excepcional a quien las cooperatrices tenemos gran devocion y tanto que aprender de ella.
Tuvo una vocacion muy peculiar esta gran figuras características de las «mujeres fuertes» que, a finales de la Edad Media, llevaron sin miedo la gran luz del Evangelio a las complejas vicisitudes de la historia. Benedicto XVI la comparaba junto a Catalina de Siena de la misma época, con las santas mujeres que permanecieron en el Calvario, cerca de Jesús crucificado y de su Madre María, mientras los Apóstoles habían huido y Pedro mismo había renegado de él tres veces. La Iglesia, en ese período, vivía la profunda crisis del gran cisma de Occidente, que duró casi 40 años. Cuando nace Juana, en 1412, hay un Papa y dos Antipapas. Además de esta laceración en el seno de la Iglesia, había continuas guerras fratricidas entre los pueblos cristianos de Europa, la más dramática de las cuales fue la interminable «Guerra de los cien años» entre Francia e Inglaterra.
No me resisto a compartiros la hermosa catequesis que sobre ella impartio el santo padre a principios de 2011. No tiene desperdicio
"Por sus propias palabras sabemos que la vida religiosa de Juana madura como
experiencia mística a partir de la edad de 13 años (PCon, I, pp. 47-48).
A través de la «voz» del arcángel san Miguel, Juana percibe que el Señor la
llama a intensificar su vida cristiana y también a comprometerse en primera
persona por la liberación de su pueblo. Su respuesta inmediata, su «sí», es el
voto de virginidad, con un nuevo compromiso en la vida sacramental y en la
oración: participación diaria en la misa, confesión y comunión frecuentes,
largos momentos de oración silenciosa ante el Crucifijo o la imagen de la
Virgen. La compasión y el compromiso de la joven campesina francesa frente al
sufrimiento de su pueblo se hacen más intensos por su relación mística con Dios.
Uno de los aspectos más originales de la santidad de esta joven es precisamente
este vínculo entre experiencia mística y misión política. Después de los años de
vida oculta y de maduración interior sigue el bienio breve, pero intenso, de su
vida pública: un año de acción y un año de pasión.
A comienzos del año 1429, Juana inicia su obra de liberación. Los numerosos
testimonios nos muestran a esta joven de sólo 17 años como una persona muy
fuerte y decidida, capaz de convencer a hombres inseguros y desmoralizados.
Superando todos los obstáculos, se encuentra con el Delfín de Francia, el futuro
rey Carlos VII, que en Poitiers la somete a un examen por parte de algunos
teólogos de la universidad. Su juicio es positivo: no ven en ella nada malo,
sólo a una buena cristiana.
El 22 de marzo de 1429, Juana dicta una importante carta al rey de Inglaterra
y a sus hombres que asedian la ciudad de Orleans (ib., pp. 221-222). Su
propuesta es una paz verdadera en la justicia entre los dos pueblos cristianos,
a la luz de los nombres de Jesús y de María, pero es rechazada, y Juana debe
luchar por la liberación de la ciudad, que acontece el 8 de mayo. El otro
momento culminante de su acción política es la coronación del rey Carlos VII en
Reims, el 17 de julio de 1429. Durante un año entero, Juana vive con los
soldados, llevando a cabo entre ellos una auténtica misión de evangelización.
Son numerosos sus testimonios acerca de la bondad de Juana, de su valentía y de
su extraordinaria pureza. Todos la llaman y ella misma se define «la doncella»,
es decir, la virgen.
La pasión de Juana comienza el 23 de mayo de 1430, cuando cae
prisionera en manos de sus enemigos. El 23 de diciembre la llevan a la ciudad de
Rouen. Allí tiene lugar el largo y dramático Proceso de condena, que se
inicia en febrero de 1431 y acaba el 30 de mayo con la hoguera. Es un proceso
grande y solemne, presidido por dos jueces eclesiásticos, el obispo Pierre
Cauchon y el inquisidor Jean le Maistre, pero en realidad enteramente dirigido
por un nutrido grupo de teólogos de la célebre Universidad de París, que
participan en el proceso como asesores. Son eclesiásticos franceses, que al
haber hecho una opción política opuesta a la de Juana, a priori tienen un juicio
negativo sobre su persona y sobre su misión. Este proceso es una página
desconcertante de la historia de la santidad y también una página iluminadora
sobre el misterio de la Iglesia que, según las palabras del concilio Vaticano II,
es «a la vez santa y siempre necesitada de purificación» (Lumen gentium,
8). Es el encuentro dramático entre esta santa y sus jueces, que son
eclesiásticos. Acusan y juzgan a Juana, a quien llegan a condenar como hereje y
mandan a la muerte terrible de la hoguera. A diferencia de los santos teólogos
que habían iluminado la Universidad de París, como san Buenaventura, santo Tomás
de Aquino y el beato Duns Scoto,
de quienes hablé en algunas catequesis, estos
jueces son teólogos carentes de la caridad y la humildad para ver en esta joven
la acción de Dios. Vienen a la mente las palabras de Jesús según las cuales los
misterios de Dios son revelados a quien tiene el corazón de los pequeños,
mientras que permanecen ocultos a los sabios e inteligentes que no tienen
humildad (cf. Lc 10, 21). Así, los jueces de Juana son radicalmente
incapaces de comprenderla, de ver la belleza de su alma: no sabían que estaban
condenando a una santa.
El tribunal rechaza, el 24 de mayo, la apelación de Juana al juicio del Papa.
La mañana del 30 de mayo, recibe por última vez la santa Comunión en la cárcel e
inmediatamente la llevan al suplicio en la plaza del antiguo mercado. Pide a uno
de los sacerdotes que sostenga delante de la hoguera una cruz de procesión. Así
muere mirando a Jesús crucificado y pronunciando varias veces y en voz alta el
Nombre de Jesús (PNul, I, p. 457; cf.
Catecismo de la Iglesia católica,
n. 435). Cerca de 25 años más tarde, el Proceso de nulidad, iniciado bajo
la autoridad del Papa Calixto III, se concluye con una solemne sentencia que
declara nula la condena (7 de julio de 1456; PNul, II, pp. 604-610). Este
largo proceso, que recogió las declaraciones de los testigos y los juicios de
muchos teólogos, todos favorables a Juana, pone de relieve su inocencia y la
perfecta fidelidad a la Iglesia. Más tarde, en 1920, Juana de Arco fue
canonizada por Benedicto XV.
Queridos hermanos y hermanas, el Nombre de Jesús, invocado por nuestra
santa hasta los últimos instantes de su vida terrena, era como el continuo
respiro de su alma, como el latido de su corazón, el centro de toda su vida. El
«Misterio de la caridad de Juana de Arco», que tanto fascinó al poeta Charles
Péguy, es este amor total a Jesús, y al prójimo en Jesús y por Jesús. Esta santa
había comprendido que el amor abraza toda la realidad de Dios y del hombre, del
cielo y de la tierra, de la Iglesia y del mundo. Jesús siempre ocupa el primer
lugar en su vida, según su hermosa expresión: «Nuestro Señor debe ser el primer
servido» (PCon, I, p. 288; cf.
Catecismo de la Iglesia católica,
n. 223). Amarlo significa obedecer siempre a su voluntad. Ella afirma con total
confianza y abandono: «Me encomiendo a Dios mi Creador, lo amo con todo mi
corazón» (ib., p. 337). Con el voto de virginidad, Juana consagra de modo
exclusivo toda su persona al único Amor de Jesús: es «su promesa hecha a nuestro
Señor de custodiar bien su virginidad de cuerpo y de alma» (ib., pp.
149-150). La virginidad del alma es el estado de gracia, valor supremo,
para ella más precioso que la vida: es un don de Dios que se ha de recibir y
custodiar con humildad y confianza. Uno de los textos más conocidos del primer
Proceso se refiere precisamente a esto: «Interrogada si sabía que estaba
en gracia de Dios, responde: si no lo estoy, que Dios me quiera poner en ella;
si lo estoy, que Dios me quiera conservar en ella» (ib., p. 62; cf.
Catecismo de la Iglesia católica, n. 2005).
Nuestra santa vive la oración en la forma de un diálogo continuo con el
Señor, que ilumina también su diálogo con los jueces y le da paz y seguridad.
Ella pide con confianza: «Dulcísimo Dios, en honor de vuestra santa Pasión, os
pido, si me amáis, que me reveléis cómo debo responder a estos hombres de
Iglesia» (ib., p. 252). Juana contempla a Jesús como el «rey del cielo y
de la tierra». Así, en su estandarte, Juana hizo pintar la imagen de «Nuestro
Señor que sostiene el mundo» (ib., p. 172): icono de su misión política.
La liberación de su pueblo es una obra de justicia humana, que Juana lleva a
cabo en la caridad, por amor a Jesús.
El suyo es un hermoso ejemplo de santidad
para los laicos comprometidos en la vida política, sobre todo en las situaciones
más difíciles. La fe es la luz que guía toda elección, como testimoniará, un
siglo más tarde, otro gran santo, el inglés Tomás Moro. En Jesús Juana contempla
también toda la realidad de la Iglesia, tanto la «Iglesia triunfante» del cielo,
como la «Iglesia militante» de la tierra. Según sus palabras: «De Nuestro Señor
y de la Iglesia, me parece que es todo uno» (ib., p. 166). Esta
afirmación, citada en el
Catecismo de la Iglesia católica (n. 795), tiene
un carácter realmente heroico en el contexto del Proceso de condena,
frente a sus jueces, hombres de Iglesia, que la persiguieron y la condenaron. En
el amor a Jesús Juana encuentra la fuerza para amar a la Iglesia hasta el final,
incluso en el momento de la condena.
Me complace recordar que santa Juana de Arco tuvo una profunda influencia
sobre una joven santa de la época moderna: Teresa del Niño Jesús. En una vida
completamente distinta, transcurrida en clausura, la carmelita de Lisieux se
sentía muy cercana a Juana, viviendo en el corazón de la Iglesia y participando
en los sufrimientos de Cristo por la salvación del mundo. La Iglesia las ha
reunido como patronas de Francia, después de la Virgen María. Santa Teresa había
expresado su deseo de morir como Juana, pronunciando el Nombre de Jesús (Manuscrito
B, 3r), y la animaba el mismo gran amor a Jesús y al prójimo, vivido en la
virginidad consagrada.
Queridos hermanos y hermanas, con su luminoso testimonio, santa Juana de Arco
nos invita a una medida alta de la vida cristiana: hacer de la oración el hilo
conductor de nuestras jornadas; tener plena confianza al cumplir la voluntad de
Dios, cualquiera que sea; vivir la caridad sin favoritismos, sin límites y
sacando, como ella, del amor a Jesús un profundo amor a la Iglesia. Gracias.
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