ORAR EN EL ESPIRITU
Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas catequesis
hemos reflexionado sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, hoy
quisiera iniciar a hablar de la oración en las cartas de san Pablo, el
apóstol de las gentes.
Antes de todo querría notar como no es causal
que sus cartas sean introducidas y se cierren con expresiones de
oración: al inicio agradecimiento y oración, al final la esperanza de
que la gracia de Dios guíe el camino de la comunidad a la cual está
dirigida el escrito. Entre la fórmula de apertura: “agradezco a mi Dios
por medio de Jesucristo” (Rm. 1,8), y del deseo final: la “gracia del
Señor Jesucristo esté con todos vosotros” (1Cor. 16,23), se desarrollan
los contenidos de las cartas del apóstol. La de san Pablo son una
oración que se manifiesta en una gran riqueza de formas que van del
agradecimiento a la bendición, de la alabanza a la solicitud y a la
intercesión, del himno a la súplica: una variedad de expresiones que
demuestra como la oración involucra y penetra todas las situaciones de
la vida, sean aquellas personales, sean aquellas de la comunidad a la
que se dirige.
Un primer elemento que el
apóstol nos quiere hacer entender es que la oración no tiene que ser
vista como una simple obra buena realizada por nosotros hacia Dios, una
acción nuestra. Es sobre todo un don, fruto de la presencia viva,
vivificante del Padre y de Jesucristo en nosotros. En la carta a los
Romanos escribe: “Del mismo modo también el Espíritu viene para ayudar
a nuestra debilidad: no sabemos de hecho cómo rezar de manera adecuada,
pero el Espíritu mismo intercede con gemidos inexpresables” (8,26). Y
sabemos cuanto sea verdad lo que dice el apóstol: “No sabemos cómo
rezar de manera conveniente”. Queremos rezar pero Dios está lejos, no
tenemos las palabras, el lenguaje para hablar con Dios, ni siquiera el
pensamiento.
Solamente podemos
abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que Él
nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El apóstol dice: justamente
esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, o este deseo de
entrar en contacto con Dios es oración que el Espíritu Santo no sólo
entiende, pero lleva, interpreta hacia Dios. Justamente esta debilidad
nuestra se vuelve –gracias al Espíritu Santo–, verdadera oración,
verdadero contacto con Dios. El Espíritu Santo es casi el intérprete
que nos hace entender a nosotros mismos y a Dios qué es lo que queremos
decirle.
En la oración nosotros
experimentamos más que en otras dimensiones de la existencia, nuestra
debilidad, nuestra pobreza, el ser creaturas, pues somos puestos
delante de la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más
progresamos en el escuchar y dialogar con Dios –de manera que la
oración se vuelve la respiración cotidiana de nuestra alma–, tanto más
percibimos también el sentido de nuestro límite, no solamente delante a
las situaciones concretas de cada día, pero también en la misma
relación con el Señor. Crece entones en nosotros la necesidad de
confiar, de confiarnos siempre a Él; entendemos que “no sabemos … cómo
rezar de manera conveniente”. (Rm. 8,26). Y es el Espíritu Santo que
ayuda nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y calienta nuestro
corazón, guiando nuestro dirigirse a Dios. Para san Pablo la oración es
sobre todo el operar del Espíritu en nuestra humanidad, para hacerse
cargo de nuestra debilidad y transformarnos de hombres atados a la
realidad material, a hombres espirituales.
En la primera carta a los
Corintios dice: “Por lo tanto, nosotros no hemos recibido el espíritu
del mundo, sino el Espíritu de Dios que nos permite conocer lo que Dios
nos ha donado. De estas cosas nosotros hablamos con palabras que no son
sugeridas por la sabiduría humana, en cambio enseñadas por el Espíritu,
expresando cosas espirituales en términos espirituales” (2,12-13). Con
su habitar en nuestra fragilidad humana, el Espíritu Santo nos cambia,
intercede por nosotros y nos conduce hacia las alturas de Dios. (cfr Rm
8,26).
Con esta presencia del
Espíritu Santo se realiza nuestra unión con Cristo, pues se trata del
espíritu del Hijo de Dios, en el cual nos hemos vuelto hijos. San Pablo
habla del espíritu de Cristo (cfr. Rm. 8,9) y no solamente del Espíritu
de Dios. Es obvio: si Cristo es el Hijo de Dios, su espíritu es también
el Espíritu de Dios, y así si el Espíritu de Dios se vuelve muy cercano
a nosotros en el Hijo de Dios y el Hijo del hombre, el Espíritu de Dios
se vuelve también espíritu humano y nos toca, y podemos entrar en la
comunión del Espíritu.
Es como si se dijera que
no solamente Dios Padre se hizo visible en la encarnación del Hijo,
sino también el Espíritu de Dios se manifiesta en la vida y en la
acción de Jesús, de Jesucristo que vivió, fue crucificado, murió y
resucitó.
El apóstol recuerda que
“nadie puede decir 'Jesús es el Señor', si no es bajo la acción del
Espíritu Santo” (1 Cor. 12,3). Por lo tanto el Espíritu orienta nuestro
corazón hacia Jesucristo, de manera que “no vivimos más nosotros, sino
es Cristo que vive en nosotros” (cfr. Gal. 2,20).
En su catequesis sobre los
sacramentos, al reflexionar sobre la Eucaristía, san Ambrosio afirma:
“Quien se inebria del Espíritu está radicado en Cristo” (5, 3, 17: PL
16, 450).
Y querría ahora evidenciar tres consecuencias en nuestra
vida cristiana cuando permitimos operar en nosotros no al espíritu del
mundo, sino al espíritu de Cristo como principio interior de todo
nuestro actuar.
Sobre todo con la oración
animada por el Espíritu estamos en condiciones de abandonar y
superar toda forma de miedo o de esclavitud, viviendo la auténtica
libertad de hijos de Dios. Sin la oración que alimenta cada día nuestro
estar en Cristo, en una intimidad que crece progresivamente, nos
encontramos en la condición descrita por san Pablo en la Carta a los
Romanos: no hacemos el bien que queremos, sino más bien el mal que no
queremos (cfr. Rm. 7,19). Y esta es la expresión de la alienación del
ser humano, de la destrucción de nuestra libertad, debido a las
circunstancias de nuestro ser por el pecado original: queremos el bien
que no hacemos y hacemos lo que no queremos, el mal.
El apóstol quiere hacernos
entender que no es antes de todo nuestra voluntad la que nos libera de
estas condiciones, y ni siquiera la Ley, sino más bien el Espíritu
Santo. Y visto que “dónde está el Espíritu del Señor hay libertad” (2
Cor. 3,17), con la oración experimentamos la libertad que nos dona el
Espíritu: una libertad auténtica que liberarnos del mal y del pecado en
favor del bien y la vida, y por Dios. La libertad del Espíritu,
prosigue san Pablo, no se identifica nunca ni con el libertinaje ni con
la posibilidad de elegir el mal, sino con el fruto del Espíritu que es
amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad,
mansedumbre y dominio de sí” (Gal. 5,22). Esta es la verdadera
libertad: poder realmente seguir el deseo de bien, de verdadera
alegría, de comunión con Dios y no estar oprimido por las
circunstancias que nos indican otras direcciones.
Una segunda consecuencia
se verifica en nuestra vida cuando dejamos operar en nosotros al
espíritu de Cristo, de esta manera la relación con Dios se vuelve tan
profunda que no puede ser afectada por ninguna realidad o situación.
Entendamos entonces que
con la oración no nos liberamos de las pruebas o de los sufrimientos,
pero los podemos vivir en unión con Cristo, con sus sufrimientos, en la
perspectiva de participar también de su gloria (cfr. Rm. 8,17). Muchas
veces, en nuestra oración, le pedimos a Dios que nos libere del mal
físico y espiritual, y lo hacemos con gran confianza. Entretanto muchas
veces tenemos la impresión de que no somos escuchados y entonces
corremos el riesgo de desanimarnos y de no perseverar. En realidad no
hay grito humano que no sea escuchado por Dios y justamente en la
oración constante y fiel que entendemos con san Pablo que “los
sufrimientos del tiempo presente no son un obstáculo a la gloria futura
que será revelada en nosotros” (Rm. 8,18). La oración no nos exenta de
las pruebas o de los sufrimientos, mas bien –dice san Pablo–, nosotros
“gemimos interiormente esperando ser adoptados como hijos, la redención
de nuestro cuerpo” (Rm. 8,26).
Él nos dice que la oración
no nos exenta del sufrimiento si bien la oración nos permite vivirla y
enfrentarla con una fuerza nueva, con la misma confianza de Jesús,
quien --según la Carta a los Hebreos--, “en los días de su vida terrena
ofreció oraciones y súplicas con fuertes gritos y lágrimas a Dios que
podía salvarlo de la muerte, y que debido a su pleno abandono en Él fue
escuchado” (5,7). La respuesta de Dios Padre al Hijo, a sus fuertes
gritos y lágrimas no fue la liberación de los sufrimientos, pero un
exaudir mucho más grande, una respuesta mucho más profunda: a través de
la cruz y de la muerte, Dios respondió con la resurrección del Hijo,
con la nueva vida. La oración animada por el Espíritu Santo nos lleva
además a vivir cada día el camino de la vida con sus pruebas y
sufrimientos, con plena esperanza en la confianza de Dios que responde
como respondió al Hijo.
Y en tercer lugar, la
oración del creyente se abre también a las dimensiones de la humanidad
y de todo lo creado, haciéndose cargo de la “ardiente expectativa de la
creación, inclinada hacia la revelación de los hijos de Dios” (Rm
8,19). Esto significa que la oración, sostenida por el espíritu de
Cristo que habla en lo íntimo de nosotros mismos nunca se queda cerrada
en si misma, nunca es una oración solamente por mi, pero se abre para
compartir los sufrimientos de nuestro tiempo y de los otros. Se vuelve
intercesión hacia los otros y así liberación para mi, y canal de
esperanza para toda la creación, expresión de aquel amor de Dios que se
ha volcado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos fue
dado (cfr. Rm. 5,5). Es justamente esto un signo de una oración
verdadera que no termina en nosotros mismos sino que se abre a los
otros y así me libera y ayuda para la redención del mundo.
Queridos hermanos y
hermanas, san Pablo nos enseña que en nuestra oración tenemos que
abrirnos a la presencia del Espíritu Santo, quien reza en nosotros con
gemidos inexpresables, para llevarnos a adherir a Dios con todo nuestro
corazón y con todo nuestro ser.
El espíritu de Cristo se vuelve la
fuerza de nuestra oración 'débil', la luz de nuestra oración 'apagada',
el fuego de nuestra oración 'árida', donándonos la verdadera libertad
interior, enseñándonos a vivir enfrentando las pruebas de la
existencia, con la certeza de no estar solos, abriéndonos a los
horizontes de la humanidad y de la creación “que gime y sufre dolores
de parto” (Rm. 8,22).
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