Un padre sabio y maduro
La semana pasada
hablé del peligro de los padres «ausentes», hoy quiero mirar más bien
el aspecto positivo. También san José fue tentado de dejar a María,
cuando descubrió que estaba embarazada; pero intervino el ángel del
Señor que le reveló el designio de Dios y su misión de padre putativo; y
José, hombre justo, «acogió a su esposa» (Mt 1, 24) y se convirtió en el padre de la familia de Nazaret.
Cada familia necesita del padre. Hoy nos centramos en el valor de su
papel, y quisiera partir de algunas expresiones que se encuentran en el
libro de los Proverbios, palabras que un padre dirige al propio hijo, y
dice así: «Hijo mío, si se hace sabio tu corazón, también mi corazón se
alegrará. Me alegraré de todo corazón si tus labios hablan con acierto» (Pr
23, 15-16). No se podría expresar mejor el orgullo y la emoción de un
padre que reconoce haber transmitido al hijo lo que importa de verdad en
la vida, o sea, un corazón sabio. Este padre no dice: «Estoy orgulloso
de ti porque eres precisamente igual a mí, porque repites las cosas que
yo digo y hago». No, no le dice sencillamente algo. Le dice algo mucho
más importante, que podríamos interpretar así: «Seré feliz cada vez que
te vea actuar con sabiduría, y me emocionaré cada vez que te escuche
hablar con rectitud. Esto es lo que quise dejarte, para que se
convirtiera en algo tuyo: el hábito de sentir y obrar, hablar y juzgar
con sabiduría y rectitud. Y para que pudieras ser así, te enseñé lo que
no sabías, corregí errores que no veías. Te hice sentir un afecto
profundo y al mismo tiempo discreto, que tal vez no has reconocido
plenamente cuando eras joven e incierto. Te di un testimonio de rigor y
firmeza que tal vez no comprendías, cuando hubieses querido sólo
complicidad y protección. Yo mismo, en primer lugar, tuve que ponerme a
la prueba de la sabiduría del corazón, y vigilar sobre los excesos del
sentimiento y del resentimiento, para cargar el peso de las inevitables
incomprensiones y encontrar las palabras justas para hacerme entender.
Ahora —sigue el padre—, cuando veo que tú tratas de ser así con tus
hijos, y con todos, me emociono. Soy feliz de ser tu padre». Y esto lo
que dice un padre sabio, un padre maduro.
Un padre sabe bien lo que cuesta transmitir esta herencia: cuánta
cercanía, cuánta dulzura y cuánta firmeza. Pero, cuánto consuelo y
cuánta recompensa se recibe cuando los hijos rinden honor a esta
herencia. Es una alegría que recompensa toda fatiga, que supera toda
incomprensión y cura cada herida.
La primera necesidad, por lo tanto, es precisamente esta: que el padre esté presente
en la familia. Que sea cercano a la esposa, para compartir todo,
alegrías y dolores, cansancios y esperanzas. Y que sea cercano a los
hijos en su crecimiento: cuando juegan y cuando tienen ocupaciones,
cuando son despreocupados y cuando están angustiados, cuando se expresan
y cuando son taciturnos, cuando se lanzan y cuando tienen miedo, cuando
dan un paso equivocado y cuando vuelven a encontrar el camino; padre
presente, siempre. Decir presente no es lo mismo que decir controlador.
Porque los padres demasiado controladores anulan a los hijos, no los
dejan crecer.
El Evangelio nos habla de la ejemplaridad del Padre que está en el
cielo —el único, dice Jesús, que puede ser llamado verdaderamente «Padre
bueno» (cf. Mc 10, 18). Todos conocen esa extraordinaria
parábola llamada del «hijo pródigo», o mejor del «padre misericordioso»,
que está en el Evangelio de san Lucas en el capítulo 15 (cf. 15,
11-32). Cuánta dignidad y cuánta ternura en la espera de ese padre que
está en la puerta de casa esperando que el hijo regrese. Los padres
deben ser pacientes. Muchas veces no hay otra cosa que hacer más que
esperar; rezar y esperar con paciencia, dulzura, magnanimidad y
misericordia.
Un buen padre sabe esperar y sabe perdonar desde el fondo del
corazón. Cierto, sabe también corregir con firmeza: no es un padre
débil, complaciente, sentimental. El padre que sabe corregir sin humillar
es el mismo que sabe proteger sin guardar nada para sí. Una vez escuché
en una reunión de matrimonio a un papá que decía: «Algunas veces tengo
que castigar un poco a mis hijos... pero nunca bruscamente para no
humillarlos». ¡Qué hermoso! Tiene sentido de la dignidad. Debe castigar,
lo hace del modo justo, y sigue adelante.
Así, pues, si hay alguien que puede explicar en profundidad la
oración del «Padrenuestro», enseñada por Jesús, es precisamente quien
vive en primera persona la paternidad. Sin la gracia que viene del Padre
que está en los cielos, los padres pierden valentía y abandonan el
campo. Pero los hijos necesitan encontrar un padre que los espera cuando
regresan de sus fracasos. Harán de todo por no admitirlo, para no
hacerlo ver, pero lo necesitan; y el no encontrarlo abre en ellos
heridas difíciles de cerrar.
La Iglesia, nuestra madre, está comprometida en apoyar con todas las
fuerzas la presencia buena y generosa de los padres en las familias,
porque ellos son para las nuevas generaciones custodios y mediadores
insustituibles de la fe en la bondad, de la fe en la justicia y en la
protección de Dios, como san José.
Papa Francisco 4 de febrero 2015
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