La ausencia del padre
Nos dejamos guiar por la palabra “padre”. Una palabra más querida
que cualquier otra por nosotros cristianos, porque es el nombre con el cual
Jesús nos ha enseñado a llamar a Dios: Padre.
El sentido de este nombre ha recibido una nueva profundidad
precisamente a partir del modo en el cual Jesús lo usaba para dirigirse a Dios
y manifestar su especial relación con Él. El misterio bendito de la intimidad
de Dios, Padre, Hijo y Espíritu, rebelado por Jesús, es el corazón de nuestra
fe cristiana.
“Padre” es una palabra conocida a todos, una palabra universal.
Ella indica una relación fundamental cuya realidad es antigua cuánto la
historia del hombre. No obstante, hoy se ha llegado a afirmar que nuestra
sociedad sería una “sociedad sin padres”. En otros términos, en particular en
la cultura occidental, la figura del padre estaría simbólicamente ausente,
desvanecida, removida.
En un primer momento, el asunto fue percibido como una liberación:
liberación del padre-patrón, del padre como representante de la ley que se
impone desde el exterior, del padre como censor de la felicidad de los hijos y
obstáculo a la emancipación y a la autonomía de los jóvenes.
En efecto, en el pasado algunas veces en nuestras casas reinaba el
autoritarismo, en ciertos casos incluso el atropello: padres que trataban a los
hijos como siervos, no respetando las exigencias personales de su crecimiento;
padres que no los ayudaban a emprender su camino con libertad –pero no es fácil
educar a un hijo en libertad– padres que no los ayudaban a asumir las propias
responsabilidades para construir su futuro y aquel de la sociedad. Esto
ciertamente es una actitud no buena.
Pero como frecuentemente sucede, se pasa de un extremo al otro.
El
problema de nuestros días no parece ser más tanto la presencia invasiva de
nuestros padres, sino más bien su ausencia. Los padres están a veces tan
concentrados en sí mismos y en su propio trabajo y a veces en su propia
realización individual, al punto de olvidar también la familia. Y dejan solos a
los niños y a los jóvenes.
Ya como Arzobispo de Buenos Aires advertía el sentido de orfandad
de viven hoy los chicos. Y a menudo les preguntaba a los papás si jugaban con
sus hijos, si tenían el coraje y el amor de perder tiempo con los hijos. Y la
respuesta era fea. En la mayoría de los casos era: “no puedo porque tengo tanto
trabajo”. El padre estaba ausente con ese hijo que crecía y no jugaba con él,
no perdía tiempo con él.
Ahora, en este camino común de reflexión sobre la familia,
quisiera decir a todas las comunidades cristianas que debemos estar más
atentos: la ausencia de la figura paterna en la vida
de los pequeños y de los jóvenes produce lagunas y heridas que pueden ser
también muy graves.
Y en efecto, las desviaciones de los niños y de los adolescentes
en buena parte se pueden atribuir a esta falta, a la carencia de ejemplos y de
guías competentes en su vida de todos los días, a la carencia de cercanía, a la
carencia de amor de parte de los padres. El sentido de orfandad que viven
tantos jóvenes es más profundo de lo que pensamos.
Son huérfanos pero ‘en familia’, porque los padres a menudo están
ausentes, incluso físicamente, de casa, pero sobre todo porque, cuando están,
no se comportan como padres, no dialogan con sus hijos, no cumplen con su tarea
educativa, no dan a los niños con su ejemplo acompañado de las palabras,
aquellos principios, aquellos valores, esas reglas de vida, de las que
necesitan como el pan.
La calidad educativa de la presencia paterna es mucho más necesaria
cuanto más el papá se ve obligado por trabajo a estar lejos de casa. A veces
pareciera que los papás no supieran bien qué lugar ocupar en la familia y cómo
educar a los hijos. Y entonces, ante la duda, se abstienen, se retiran y
descuidan sus responsabilidades, tal vez, refugiándose en una relación
improbable “a la par” con los hijos. Es verdad que debes ser compañero de tu
hijo, pero sin olvidar que tú eres el padre ¿eh? Si solamente te comportas como
un compañero ‘a la par’ de tu hijo, esto no le hará bien al muchacho.
Pero esto también lo vemos en la comunidad civil. La comunidad
civil con sus instituciones, tiene una cierta responsabilidad, podemos decir,
paterna hacia los jóvenes. Una responsabilidad que a veces descuida o ejerce
mal. También ella a menudo los deja huérfanos y no les propone una verdad de
perspectiva.
Los jóvenes quedan, así, huérfanos de caminos seguros a recorrer,
huérfanos de maestros en los cuales confiarse, huérfanos de ideales que
inflamen el corazón, huérfanos de valores y esperanzas que los sostengan
cotidianamente. Son llenados, tal vez, de ídolos, pero se les roba el corazón;
son empujados a soñar diversiones y placeres, pero no se les da trabajo; son
ilusionados con el dios dinero, y se les niegan las verdaderas riquezas.
Entonces hará bien a todos, a los padres y a los hijos, volver a
escuchar la promesa que Jesús hizo a sus discípulos: “No los dejo huérfanos”
(Jn 14:18). Es Él, de hecho, el camino a recorrer, el Maestro al que escuchar,
la Esperanza de que el mundo puede cambiar, que el amor vence al odio, que
puede haber un futuro de fraternidad y de paz para todos.
Alguno de ustedes podría decirme: “padre, usted hoy ha sido
demasiado negativo; ha hablado sólo de la ausencia de los padres, y de lo que
sucede cuando los padres no están cerca de los hijos”. Es verdad, he querido
subrayar esto porque el próximo miércoles seguiré con esta catequesis, poniendo
a la luz la belleza de la paternidad. Por esto he elegido comenzar de la
oscuridad para llegar a la luz.
Papa Francisco, 28 de enero 2015
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