EN LA CRUZ NO HABÍA NADA....
En la cruz no había nada: ni belleza humana, ni poder, ni
riqueza, ni fama. Sólo había amor. Un amor despojado de todo atractivo humano,
revestido de fracaso, de abandono y de mucha desnudez. Y así, en ese amor
crucificado, vivía el Señor el mayor despojo de sí mismo y la mayor entrega al
Padre. Y a la cruz sigue la sepultura, el desaparecer de toda figura y rostro
humano en esa tiniebla y oscuridad en la que se hace fecundo el grano
enterrado.
Has de tener la valentía y el coraje de no ser nada, de no ver o entender lo
que Dios permite en tu vida, de querer enterrarte en el anonimato y el olvido
de los hombres, de pasar desapercibido a los ojos de muchos, de no ambicionar
esa honra humana, tan efímera como voluble, que infla el orgullo y hace estéril
tantos apostolados. Que no te asuste vivir tu fe en el rincón de los pequeños,
de los que no son importantes a los ojos de los hombres, de aquellos con los
que nadie cuenta, de los que nunca son consultados, valorados o aplaudidos. Y
no con una actitud de victimismo egocéntrico sino con la conciencia viva y
alegre de que te estás crucificando con Cristo.
Despojarse de uno mismo es el camino para gustar el amor de los íntimos de
Dios, ese que anida en el corazón de la cruz y que hace creíble tu vida
cristiana. No pretendas vivir tu fe cristiana sin mucha renuncia y negación de
ti mismo, porque te enredarás en la maraña de un continuo flirteo con la
santidad y con la mediocridad, sin llegar nunca a la auténtica entrega a Dios.
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