¿El hombre es dios y eurovisión su profeta?
Este año el festival de Eurovisión nos ha acercado un poco más al mundo de la novela 1984
de Orwell: el gran hermano televisivo construye una realidad puramente
ficticia para vendernos una verdad sobre lo humano ajena a la realidad
de las cosas pero que interesa al poder establecido. La diferencia con
el mundo totalitario imaginado por Orwell es que lo que en éste era
sórdido y gris, en el gran hermano eurovisivo es glamuroso y
estéticamente brillante. La gran semejanza es que en ambos casos la
finalidad es destruir a la persona para garantizar el poder de las
élites del momento.
Eurovisión nos ha presentado a un personaje ficticio (Conchita es en realidad un señor llamado Tom Neuwirrth) e imposible (el andrógino, la mujer barbuda)
que canta al ave fénix que renace de sus cenizas para invocar la
recreación de la persona; se convierte así en centro del espectáculo y
del premio la visión de la persona de la ideología de género y del
pensamiento queer. Y encima le dan el premio del festival, cabe pensar
con fundamento que –más que por los méritos musicales– por apuntarse a
lo políticamente correcto en esta Europa decadente: afirmar la capacidad
del ser humano de crearse a sí mismo definiendo su sexualidad al margen
de la naturaleza dada como hombre o mujer. Si la ideología de
género es la rebelión del hombre contra su condición de criatura,
Eurovisión ha sido su profeta por unas horas.
Ya nos vamos acostumbrando: todo es manipulable al servicio de la
ideología de moda, del género como ideología. Los parlamentos, la moda,
la (seudo)ciencia, la técnica, el derecho, el lenguaje... Eurovisión se
rinden ante los amos del mundo y coadyuvan a deconstruir lo humano al
servicio de una causa terrible aunque imposible: borrar la
huella de la creación en el hombre, deshumanizar al ser humano
convirtiéndolo en un dios que se autocrea a sí mismo sin presupuesto
natural previo alguno... como el ave fénix que se construye a sí misma
desde una ceniza informe previa. Con este juego terrible
acabaríamos convirtiendo al hombre real en ceniza si el empeño fuese
posible, que –¡gracias a Dios!– no lo es.
Tengo para mí, aunque no lo puedo demostrar de forma apodíctica
aunque sí indiciaria, que detrás de todo esto están muchas cosas, pero
que hay una determinante hoy. Las muchas son: la vanidad de muchos, el
afán de ganar dinero de otros, la perversión ideológica de tantos en la
época moderna, intereses económicos y geoestratégicos de dominio
económico y político del mundo, la banalidad del mal propia de las
épocas tecnocráticas, los viejos y eternos vicios en materia sexual que
tientan a tantos y que parece bonito y liberador vestir de progreso para
ocultar su mal olor, los intereses económicos de los empresarios del
sexo, la ductilidad adaptativa de los que se apuntan a lo que resulte moderno,
sea lo que sea (esos que son capaces de ser nazis en Alemania en 1935,
leninistas en Rusia en 1925, adalides del género en la Europa de 2014 o
lo que toque con tal de estar en el machito) y los cobardes e
indiferentes que no son capaces de tener juicio propio sobre nada o de
oponerse a la moda de turno.
Pero más allá de todas estas causas y
grupos de personas, hay un motor del fenómeno deshumanizador
contemporáneo que representa la ideología de género en sus versiones más
extremas; este motor es cada vez más patente y determinante; sobrevuela
y a la vez subyace a todas las otras. Se trata del intento de algunos de crear una sociedad postreligiosa y específicamente postcristiana
pues piensan que la religión –y en especial la verdadera– es algo a
superar si queremos construir (como ellos quieren) un mundo sin Dios,
mundo al que identifican como un mundo sin guerra ni violencia al haber
desaparecido la gran causa de la división que es –según ellos– la
pretensión de verdad de la religión (verdadera). Para los tales, un
mundo que haya erradicado el cristianismo será un mundo en paz,
adormecido en una tenue indiferencia ante la verdad y el bien, donde
todo es posible porque nada será imposible al no haber límites éticos;
un mundo en que será muy fácil mandar y ejercer el control pues no habrá
más criterio que el poder que ellos creen tener por derecho natural
pues para ello son los que saben, los que entienden, los que han sido
destinados a controlar, a decidir y a enriquecerse.
Quienes así ven las cosas parecen haber hecho un diagnóstico
profundamente certero: intentar acabar con la Iglesia por la vía
tradicional de la violencia (matar curas y obispos, quemar iglesias,
prohibir las actividad religiosa, etc) no funciona. Ni Hitler, ni Lenin,
ni Stalin, ni Nerón, ni Mao, ni... lo consiguieron. Hay que buscar un
nuevo método. Si no se consiguió acabar con la religión destruyendo la
superestructura eclesiástica, habrá que hacerlo eliminando la base, los
cristianos.Y ¿cómo conseguirlo? Deshumanizando al hombre. Sin hombres no
habrá cristianos. Y ¿cómo deshumanizar al hombre? Destruyendo la imagen
de Dios en el hombre: la sexualidad.
Y tienen razón: si no respetamos nuestra sexualidad, nuestra
feminidad o masculinidad, renunciamos a lo que nos define como humanos
pues no hay otra forma de ser un ser humano que ser hombre o mujer. Para ser ave fénix hay que renunciar a ser hombre o mujer.
Por eso, el género como ideología, el juego mefistofélico queer, son un
intento de crear una sociedad posthumana y, por ende, postcristiana, un
mundo sin Dios... y sin seres humanos que serán sustituidos por alfas y betas adictos al soma
(al sexo) como juego. Así pasamos de la distopía de Orwell a la de
Husley, pero no importa pues ambas tienen en común lo mismo: el
monopolio del poder por una élite que dirige y controla un rebaño de
posthumanos con figura humana.
Quien lea esto que no se asuste. Lo que he descrito es imposible, no
sucederá. Pero si no lo atajamos a tiempo, su coste en vidas humanas
(ahí está el aborto como testigo) y en felicidad personal puede ser tan
terrible como el de los totalitarismos ideológicos del siglo XX. El
paraíso del género no existirá nunca porque es imposible como lo era el
reich del milenio o el paraíso comunista. Para comprobarlo, ¿vamos a
pagar el mismo alto coste humano que pagamos para desengañarnos de los
mitos nazis o marxistas? Espero que no, que aprendamos a tiempo.
El ficticio ave fénix de Eurovisión 2014 quizá no sepa nada de esto;
probablemente él esté a lo suyo sin más (no soy quién para juzgarle),
pero en el juego global de la estrategia de género este espectáculo que
las televisiones europeas acaban de dar es una pieza más del puzzle
ideológico de nuestra época ante el que no podemos ni chuparnos el dedo ni mostrar indiferencia si queremos ser actores responsables de nuestra época.
Benigno Blanco, páginasdigital.es
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarUn post valiente que comparto.
ResponderEliminar