EL MAR


En  mi ciudad, donde tenemos playa, apetece pasearse por la orilla, allí  donde mueren las olas, contemplando la inmensidad del mar.
Unas veces lo encontramos con un azul intenso, y resulta magnífico, con su calma majestuosa. Entonces las olas son pequeñas y producen un suave rumor; parecen acariciar nuestros pies. Otras veces el mar se torna de color marrón rojizo y las olas son altas, estruendosas, que dan miedo.

De todas formas, bien sabemos que esos cambios son solo superficiales. Están producidos por agentes externos, el viento, las variaciones de temperatura etc. Por debajo, las cosas son más estables. Viven casi sin percibir lo de la superficie los bancos de peces, los corales, los caballitos de mar. Allí se ve todo equilibrado, aunque existan corrientes marinas que tienen su fin en la Naturaleza. 
 
Las personas, en nuestro exterior, nos parecemos muchas veces al mar. Unas veces nos encontramos serenos, apacibles, comunicamos alegría y paz. Otras, por el contrario, tenemos aspecto sombrío, las “olas” de nuestras reacciones nos delatan: mal carácter, orgullo, impaciencia, prisas, con faltas notables de amabilidad. 

Por eso un recurso para las personas agitadas es que pongan su atención en su interior, y que allí invoquen al Dueño de su corazón, para que lo tranquilice. Esto hace pensar que lo más grande que tenemos, aunque lo olvidemos muchas veces, está en nuestro interior. 

Así lo decía San Agustín: “Dios es lo más íntimo y lo más trascendente de mí mismo”.  Si te vas al fondo de ti mismo encontrarás presente al propio Dios. Desde Él y con Él continuaremos aceptando y llevando nuestra cruz.  Incluso podremos darle a conocer a quien más lo puede necesitar
De todo corazón,
                                         Rosario

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