LA ADORACIÓN
«Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo». La adoración es
la finalidad de su viaje, el objetivo de su camino. De hecho, cuando llegaron a
Belén, «vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron».
Si perdemos el sentido de la adoración,
perdemos el sentido de movimiento de la vida cristiana, que es un camino hacia
el Señor, no hacia nosotros. Es el riesgo del que nos advierte el
Evangelio, presentando, junto a los Reyes Magos, unos personajes que no logran
adorar.
En primer lugar, está el rey Herodes, que usa el verbo adorar, pero de
manera engañosa. De hecho, le pide a los Reyes Magos que le informen sobre el
lugar donde estaba el Niño «para ir —dice— yo también a adorarlo». En
realidad, Herodes sólo se adoraba a sí mismo y, por lo tanto, quería deshacerse
del Niño con mentiras.
¿Qué nos enseña esto? Que el hombre,
cuando no adora a Dios, está orientado a adorar su yo. E
incluso la vida cristiana, sin adorar al Señor, puede convertirse en una forma
educada de alabarse a uno mismo y el talento que se tiene: cristianos que no
saben adorar, que no saben rezar adorando. Es un riesgo grave: servirnos de Dios en lugar de servir a Dios.
Cuántas veces hemos cambiado los intereses del Evangelio por los nuestros,
cuántas veces hemos cubierto de religiosidad lo que era cómodo para nosotros,
cuántas veces hemos confundido el poder según Dios, que es servir a los demás,
con el poder según el mundo, que es servirse a sí mismo.
Además de Herodes, hay otras personas en el Evangelio que no logran adorar:
son los jefes de los sacerdotes y los escribas del pueblo. Ellos indican a
Herodes con extrema precisión dónde nacería el Mesías: en Belén de Judea. Conocen las profecías y las citan exactamente. Saben a dónde ir —grandes
teólogos, grandes—, pero no van. También de esto podemos aprender una lección.
En la vida cristiana no es suficiente saber: sin salir de uno mismo, sin
encontrar, sin adorar, no se conoce a Dios. La teología y la eficiencia
pastoral valen poco o nada si no se doblan las rodillas; si no se hace como los
Magos, que no sólo fueron sabios
organizadores de un viaje, sino que caminaron y adoraron. Cuando uno adora,
se da cuenta de que la fe no se reduce a un conjunto de hermosas doctrinas,
sino que es la relación con una Persona viva a quien amar. Conocemos el rostro de Jesús estando cara a cara con Él. Al adorar,
descubrimos que la vida cristiana es una historia de amor con Dios, donde las
buenas ideas no son suficientes, sino que se necesita ponerlo en primer lugar,
como lo hace un enamorado con la persona que ama. Así debe ser la Iglesia, una
adoradora enamorada de Jesús, su esposo.
Al inicio del año redescubrimos la
adoración como una exigencia de fe. Si sabemos arrodillarnos ante Jesús,
venceremos la tentación de ir cada uno por su camino. De hecho, adorar es hacer
un éxodo de la esclavitud más grande, la de uno mismo.
Adorar es poner al Señor en el centro
para no estar más centrados en nosotros mismos. Es poner cada cosa en su lugar, dejando el primer puesto a Dios.
Adorar es poner los planes de Dios
antes que mi tiempo, que mis derechos, que mis espacios. Es aceptar la
enseñanza de la Escritura: «Al Señor, tu Dios, adorarás» (Mt 4,10). Tu
Dios: adorar es experimentar que, con Dios, nos pertenecemos recíprocamente. Es
darle del “tú” en la intimidad, es presentarle la vida y permitirle entrar en
nuestras vidas. Es hacer descender su consuelo al mundo.
Adorar es descubrir que para rezar
basta con decir: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28), y dejarnos
llenar de su ternura.
Adorar es encontrarse con Jesús sin
la lista de peticiones, pero con la única solicitud de estar con Él. Es
descubrir que la alegría y la paz crecen con la alabanza y la acción de
gracias. Cuando adoramos, permitimos que Jesús nos sane y nos cambie. Al
adorar, le damos al Señor la oportunidad de transformarnos con su amor, de
iluminar nuestra oscuridad, de darnos fuerza en la debilidad y valentía en las
pruebas.
Adorar es ir a lo esencial: es la
forma de desintoxicarse de muchas cosas inútiles, de adicciones que adormecen
el corazón y aturden la mente. De hecho, al adorar uno aprende a rechazar lo
que no debe ser adorado: el dios del dinero, el dios del consumo, el dios del
placer, el dios del éxito, nuestro yo erigido en dios.
Adorar es hacerse pequeño en
presencia del Altísimo, descubrir ante Él que la grandeza de la vida no
consiste en tener, sino en amar.
Adorar es redescubrirnos hermanos y
hermanas frente al misterio del amor que supera toda distancia: es obtener
el bien de la fuente, es encontrar en el Dios cercano la valentía para
aproximarnos a los demás. Adorar es saber guardar silencio ante la Palabra
divina, para aprender a decir palabras que no duelen, sino que consuelan.
La adoración es un gesto de amor que
cambia la vida. Es actuar como los Magos: es traer oro al Señor, para
decirle que nada es más precioso que Él; es ofrecerle incienso, para decirle
que sólo con Él puede elevarse nuestra vida; es presentarle mirra, con la que
se ungían los cuerpos heridos y destrozados, para pedirle a Jesús que socorra a
nuestro prójimo que está marginado y sufriendo, porque allí está Él.
Por lo general, sabemos cómo orar —le pedimos, le agradecemos al Señor—,
pero la Iglesia debe ir aún más allá con la oración de adoración, debemos crecer
en la adoración. Es una sabiduría que debemos aprender todos los días. Rezar
adorando: la oración de adoración.
Cada uno de nosotros puede preguntarse:
“¿Soy un adorador cristiano?”. Muchos cristianos que oran no saben adorar.
Hagámonos esta pregunta. ¿Encontramos momentos para la adoración en nuestros
días y creamos espacios para la adoración en nuestras comunidades? Depende de
nosotros, como Iglesia, poner en práctica las palabras que rezamos hoy en el
Salmo: «Señor, que todos los pueblos te adoren».
Al adorar, nosotros también descubriremos, como los Magos, el significado de
nuestro camino. Y, como los Magos, experimentaremos una «inmensa alegría» (Mt
2,10).
Papa Francisco, Homelía de la Epifanía 2020
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