Hambre de vida, hambre de amor, hambre de eternidad
“El Señor, tu Dios… te dio a comer el maná, ese alimento que ni tú ni tus
padres conocían”.
Estas palabras del Deuteronomio hicieron referencia a la historia de Israel,
que Dios los hizo salir de Egipto, de la condición de esclavos, y por cuarenta
años ha guiado en el desierto hacia la tierra prometida.
Una vez establecido en la tierra, el pueblo elegido logra una cierta
autonomía, un cierto bienestar, y corre el riesgo de olvidarse los tristes
acontecimientos del pasado, superadas gracias a la intervención de Dios y a su
infinita bondad. Las Escrituras exhortan a recordar, a hacer memoria de todo el
camino hecho en el desierto, en el tiempo de la necesidad, de la angustia.
La invitación es aquella de retornar a lo esencial, a la experiencia de la
total dependencia de Dios, cuando la sobrevivencia fue confiada a su mano, para
que el hombre comprendiera que “no vive sólo de pan, sino… de todo lo que sale
de la boca de Dios”.
Además del hambre física, el hombre lleva en sí otra hambre, un hambre que
no puede ser saciada con el alimento ordinario. Es el hambre de vida, hambre de amor, hambre de
eternidad. Y el signo del maná –como toda la experiencia del éxodo– contenía en
sí también esta dimensión: era figura de un alimento que satisface esta hambre
profunda que hay en el hombre.
Jesús nos dona este alimento, es más, es Él mismo el pan vivo que da la vida
al mundo. Su Cuerpo es el verdadero alimento bajo la especie del pan; su Sangre
es la verdadera bebida bajo la especie del vino. No es un simple alimento con
el cual saciamos nuestros cuerpos, como el maná. El Cuerpo de Cristo es el Pan
de los últimos tiempos, capaz de dar vida, y vida eterna, porque la sustancia
de este pan es Amor.
En la Eucaristía se comunica el amor del Señor por nosotros: un amor así
grande que nos nutre con Sí mismo; un amor gratuito, siempre a disposición de
toda persona hambrienta y necesitada de regenerar sus propias fuerzas. Vivir la
experiencia de la fe significa dejarse nutrir por el Señor y construir la
propia existencia no sobre los bienes materiales, sino sobre la realidad que no
perece: los dones de Dios, su Palabra y su Cuerpo.
Si nos miramos entorno, nos damos cuenta que hay tantos ofrecimientos de
alimentos que no vienen del Señor y que aparentemente satisfacen más. Algunos
se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el poder y
el orgullo. ¡Pero el alimento que nos nutre realmente y que sacia es solamente
el que nos da el Señor! El alimento que nos ofrece el Señor es diferente de los
otros, y quizás no parece así tan gustoso como ciertas comidas que nos ofrece
el mundo.
Y así, soñamos otras comidas, como los hebreos en el desierto, que añoraban
la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que aquellas
comidas las comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en esos momentos de
tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva, una
memoria esclava, no libre.
Cada uno de nosotros, hoy puede preguntarse,
¿Y yo? ¿Dónde quiero comer?
¿En
torno a qué mesa me quiero nutrir? ¿En la mesa del Señor?
¿O sueño con comer
alimentos gustos, pero en la esclavitud? ¿Cuál es mi memoria?
¿Aquella del
Señor que me salva?, ¿O aquella del ajo y de las cebollas de la esclavitud?
¿Con cuál memoria yo sacio mi alma?
El Padre nos dice: “Te he nutrido con maná que tú no conocías”. Recuperemos
la memoria. Ésta es la tarea: ¡Recuperemos la memoria!, y aprendamos a
reconocer el pan falso que nos ilusiona y corrompe, porque es fruto del
egoísmo, de la autosuficiencia y del pecado.
Dentro de poco, en la procesión, seguiremos a Jesús, realmente presente en
la Eucaristía. La Hostia
es nuestro maná, mediante el cual el Señor se nos dona a sí mismo.
A Él nos
dirigimos con fe:
Jesús, defiéndenos de las tentaciones del alimento mundano
que nos hace esclavos, purifica nuestra memoria, para que no quede prisionera
en la selectividad egoísta
y mundana, pero sea memoria viva de tu presencia por
toda la historia de tu pueblo, memoria que se hace “memorial” de tu gesto de
amor redentor.
Amén
Papa Francisco en la Selemnidad del Corpus 2014
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