HUMILDES TESTIGOS


    Juan Bautista juntamente con el profeta Isaías y la Virgen María son las tres grandes figuras que, como en un friso, la Iglesia pone ante nuestros ojos en el camino hacia la celebración de la Navidad. El evangelio del tercer domingo de Adviento nos presenta la respuesta de Juan cuando algunos le preguntan sobre su identidad.
Juan contestó sin ninguna reserva: “Yo no soy el Mesías, ni Elías, ni el Profeta”. Él se define humildemente como el heraldo de Jesucristo: “Yo soy la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor”. Y por eso, dando testimonio de Cristo, añade: “En medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia”.
“En medio de vosotros hay uno al que no conocéis”. Estas palabras resuenan muy ajustadas para estos países nuestros de antigua tradición cristiana, pero que viven una crisis profunda de la fe y de la práctica religiosa. En medio de nosotros hay uno al que muchos no conocen y otros conocemos de modo insuficiente. ¿Qué podemos – y qué debemos- hacer los que nos confesamos cristianos?

Juan Bautista nos da una indicación preciosa. Ante todo, reconocer que nosotros no somos la luz. Como Juan que “no era él la luz, sino testigo de la luz”. Los cristianos, la Iglesia entera, hoy y aquí, ha de seguir siendo la voz que, en medio del desierto del mundo, sigue diciendo que no es en ella en quien los hombres y mujeres de hoy se han de fijar, sino en Cristo. La Iglesia, como Juan, está llamada a ser el heraldo de Jesucristo. El Concilio Vaticano II comienza su constitución sobre la Iglesia con las palabras “Lumen gentium” (“Luz de los pueblos”), pero esas palabras no son para definir a la Iglesia misma, sino a Cristo, del que la Iglesia se reconoce como “sacramento”, es decir, como signo e instrumento eficaz. “Cristo es la luz de los pueblos”, así comienza el documento central del Concilio Vaticano II.

Benedicto XVI, que asistió al Concilio como un joven teólogo y asesor del cardenal Frings, en su visita a Barcelona, en la homilía de la dedicación de la basílica de la Sagrada Familia, hizo esta afirmación que evidencia una vez más su condición de maestro de la fe y sabio profesor de teología: “la Iglesia no tiene consistencia por sí misma; está llamada a ser signo e instrumento de Cristo, en pura docilidad a su autoridad en total servicio a su mandato”.
Nuestro mundo valora que la Iglesia dé “testimonio de la luz” y no de sí misma”. Que hable más de Jesucristo y menos de sí misma. En la noche de Navidad resonarán las palabras del profeta Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombra y una luz les brilló”.
Nosotros somos este pueblo, esta Iglesia que ha de ser el signo de Aquél que es la luz del mundo: “Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo”.

Nuestro tiempo nos pide a todos ser humildes testigos, pero también testigos convencidos de Cristo en la universidad, en la oficina, en el taller, en las diferentes ocupaciones y en los diferentes ambientes. Testigos con los hechos, que es sabido que la predicación del llamado “fray ejemplo” es la más convincente, pero también testigos con la palabra, llegado el caso. Vivir en Cristo y transparentar a Cristo. No imponer la fe, pero sí proponerla. En definitiva, podemos ser testigos decididos por una razón: porque sabemos que no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa

Comentarios

Entradas populares