No se quedó quieto ni callado, ni devolvió mal por mal.

Somalia, Siria, Irak, Nigeria, Corea del Norte, Sudán... Y este fin de semana más 700 hombres y mujeres muertos en aguas de Libia, víctimas de la trata de seres humanos. Demasiados países que muestran, una y otra vez, el rostro siempre cruel de la violencia y el sinsentido.

Porque, ¿cuántas personas están ahora mismo huyendo de sus casas por miedo a que les quiten la vida?, ¿cuántos sufriendo la atroz estupidez de la guerra?, ¿cuántas familias refugiadas hoy en tierra extraña?, ¿cuántos creyentes viviendo su fe bajo el horror de la persecución?, ¿cuánta gente va a morir este día a manos de otro ser humano?... Seguramente uno solo ya serían demasiados. Y frente a tanta violencia, ¿qué hacer, Señor?, ¿cómo situarnos ante los que piensan la violencia, o la permiten, o la ejecutan?
Ignacio de Loyola nos anima, una vez más, a volver los ojos a Jesús. Al Maestro que lloró, gritó y sufrió –al lado de tantos otros crucificados de hoy– el dolor de la violencia. Y así, “considerar cómo la Divinidad […] podría destruir a sus enemigos, y no lo hace” (Ejercicios Espirituales, 196). Ante la injusticia, Jesús no se quedó quieto ni callado. Pero tampoco devolvió mal por mal. Y nosotros, ¿cómo vamos a responder?
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