¿Sinceridad?
“¡Yo es que soy muy sincero!”. Alguna vez has podido escuchar estas
palabras contra ti. O quizás te hayas descubierto tú mismo
pronunciándolas contra otro.
Nuestras palabras son tremendamente
poderosas. Y lo son porque pueden curar o pueden herir, porque pueden
reconstruir o pueden arrasar. Con la sinceridad pasa algo parecido:
podemos usarla para disparar verdades a diestro y siniestro o podemos
decir esa verdad que ayude al otro a crecer.
El caso es que hay una sinceridad
rabiosa. Es esa que casi escupimos y que suena a ataque (o a defensa
adelantada). Una sinceridad que se convierte en arma arrojadiza, en
enfado en voz alta, en exigencia para que seas como a mí me gustaría que
fueras… y que hace daño.
Pero también hay una sinceridad amorosa.
Porque no evita el apuntar verdades a veces molestas, ni esquiva el mal
trago que casi siempre supone decir lo que duele. Y, sin embargo, es una
sinceridad amable que nace del deseo de ayudar… y eso nos hace mejores.
Así lo explica Ignacio en el presupuesto con que comienzan los Ejercicios: si corregimos, que sea con amor.
Espiritualidad ignaciana
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