Para abrazar a toda la Iglesia difundida en el mundo
Muchas gracias por haber venido tantos en esta última audiencia general de mi pontificado.
Como el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado,
también yo siento en mi corazón la necesidad de agradecer sobretodo a
Dios, que guía y hace crecer a la Iglesia, que siembra su palabra y así
alimenta la fe de su pueblo.
En este momento mi ánimo se extiende, por decir así, para abrazar a
toda la Iglesia difundida en el mundo y doy gracias a Dios por las
'noticias' que en estos años de ministerio petrino he podido recibir
sobre la fe en el Señor Jesucristo, de la caridad que circula en el
Cuerpo de la Iglesia y lo hace vivir en el amor, y de la esperanza que
se nos abre y nos orienta hacia la vida en su plenitud, hacia la patria
del Cielo.
Siento que les tendré presentes a todos en la oración, en un presente
que es aquel de Dios, donde recojo cada encuentro, cada viaje, cada
visita pastoral. Todo y a todos les recojo en la oración para confiarlos
al Señor: para que tengamos pleno conocimiento de su voluntad, con cada
acto de su sabiduría e inteligencia espiritual, y para que podamos
comportarnos de manera digna de Él, de su amor, haciendo fructificar
cada obra buena. (cfr. Col 1,9).
En este momento hay en mi una gran confianza porque sé, y lo sabemos
todos nosotros, que la palabra de verdad, del evangelio es la fuerza de
la Iglesia, es su vida. El evangelio purifica y renueva, produce fruto
en cualquier lugar donde la comunidad de los creyentes lo escucha, acoge
la gracia de Dios en la verdad y vive en la caridad. Esta es mi
confianza, esta es mi alegría.
Cuando el 19 de abril de hace casi ocho años decidí asumir el
ministerio de Pedro, tuve firmemente esta certeza que me ha siempre
acompañado. En aquel momento, como expliqué en diversas oportunidades,
las palabras que resonaron en mi corazón fueron: ¿Señor por qué pides
esto, y que es lo que me pides? Es un peso grande el que me pones sobre
los hombros, pero si Tú me lo pides, en tu nombre echaré las redes,
seguro de que Tú me guiarás, incluso con todas mis debilidades.
Y el Señor verdaderamente me ha guiado y me ha estado cerca. He
podido percibir cotidianamente su presencia. Y fue un tramo del camino
de la Iglesia que tuvo momentos de alegría y de luz, y también momentos
no fáciles. Me he sentido como san Pedro con los apóstoles en la barca
en el lago de Galilea. El Señor nos ha donado tantos días de sol y de
brisa suave, días en los que la pesca fue abundante. Existieron también
momentos en los cuales las aguas estaban agitadas y el viento era
contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía
dormir.
Pero siempre he sabido que en esa barca estaba el Señor y siempre he
sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es
suya y no la deja hundirse. Es Él que la conduce, seguramente también a
través de los hombres que ha elegido, porque así lo ha querido. Esta fue
y es una certeza que nada puede ofuscar. Y por esto hoy mi corazón está
lleno de agradecimiento a Dios porque no le ha hecho faltar nunca a
toda la Iglesia ni a mi, su consolación, su luz y su amor.
Estamos en el Año de la Fe, que he querido para reforzar justamente
nuestra fe en Dios, en un contexto que parece querer ponerlo cada vez
más en segundo plano. Querría invitar a todos a renovar la firme
confianza en el Señor, a confiarse como niños en los brazos del Dios,
con la seguridad de que aquellos brazos nos sostienen siempre y son lo
que nos permite caminar cada día mismo cuando estamos cansados.
Querría que cada uno se sintiera amado por aquel Dios que ha donado a
su Hijo por nosotros y que nos ha mostrado su amor sin límites. Querría
que cada uno sintiera la alegría de ser cristiano. En una hermosa
oración que se reza cotidianamente por la mañana se dice: “Te adoro Dios
mío, y te amo con todo el corazón. Te agradezco por haberme creado,
hecho cristiano...” Sí, agradezcamos al Señor por esto cada día, con la
oración y con una vida cristiana coherente. ¡Dios nos ama y espera que
nosotros también lo amemos!
Y no solamente a Dios quiero agradecerle en este momento. Un papa no
está solo cuando guía la barca de Pedro, mismo si es su primera
responsabilidad. Yo nunca me he sentido solo al llevar la alegría y el
peso del ministerio petrino. El Señor me ha puesto al lado a tantas
personas que con generosidad y amor de Dios y a la Iglesia me ayudaron y
me estuvieron cerca.
Sobretodo ustedes, queridos hermanos cardenales; vuestra sabiduría,
vuestros consejos, vuestra amistad me han sido preciosos. Mis
colaboradores a partir del secretario de Estado que me ha acompañado con
fidelidad durante estos años, la Secretaría de Estado y la Curia
Romana, como todos aquellos que en los varios sectores dan sus servicios
a la Santa Sede.
Hay además tantos rostros que no aparecen, que se quedan en la
sombra, pero justamente en el silencio, en la dedicación cotidiana, con
espíritu de fe y humildad fueron para mi un apoyo seguro y confiable.
¡Un pensamiento especial va a la Iglesia de Roma, a mi diócesis! No
puedo olvidar a mis hermanos en el episcopado y en el prebiterado, a las
personas consagradas y a todo el pueblo de Dios. En las visitas
pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes, he
siempre percibido gran atención y profundo afecto. Pero también yo les
he querido bien a todos y a cada uno, sin distinciones, con aquella
caridad pastoral que está en el corazón de cada Pastor, especialmente
del obispo de Roma, del sucesor del apóstol Pedro. Cada día les he
tenido presente, cada día en mi oración, con corazón de padre.
Querría que mi saludo y mi agradecimiento llegara también a todos: el
corazón de un papa se extiende al mundo entero. Y querría expresar mi
gratitud al cuerpo diplomático acreditado en la Santa Sede, que vuelve
presente la gran familia de Naciones.
Aquí pienso también a todos aquellos que trabajan para una buena comunicación y a quienes agradezco por su importante servicio.
A este punto quiero agradecer verdaderamente y de corazón a todas las
numerosas personas en todo el mundo que en las últimas semanas me han
enviado signos conmovedores de atención, de amistad y de oración. Sí
porque el papa no está nunca solo y ahora lo experimento nuevamente en
una manera tan grande, que me toca el corazón.
El papa le pertenece a todos, y tantas personas se sienten muy cerca
de él. Es verdad que recibo cartas de los grandes del mundo: jefes de
Estado, jefes religiosos, de los representantes del mundo de la cultura,
etc.
Pero recibo también muchísimas cartas de personas simples que me
escriben simplemente desde su corazón y me hacen sentir el afecto que
nace del su estar junto a Jesucristo en Iglesia. Estas personas no me
escriben como se escribe por ejemplo a un príncipe o a un grande que no
se conoce. Me escriben como hermanos y hermanas, o como hijos o hijas,
con el sentido de una relación familiar muy afectuoso.
Aquí se puede tocar con la mano que es la Iglesia -no una
organización, no una asociación con fines religiosos o humanitarios,
sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el cuerpo de
Jesucristo, que nos une a todos. Sentir a la Iglesia de esta manera y
poder casi tocar con las manos la fuerza de su verdad y de su amor es un
motivo de alegría, en un tiempo en el cual tantos hablan de su ocaso.
En estos últimos meses he sentido que mis fuerzas han disminuido, y
he pedido a Dios con insistencia, en la oración, que me ilumine con su
luz para hacerme tomar la decisión más justa, no para mi bien, sino para
el bien de la Iglesia. He realizado este paso con plena conciencia de
su gran gravedad y también novedad, pero también con una profunda
serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el coraje
de hacer elecciones difíciles, sufridas y ponendo siempre delante el
bien de la Iglesia y no a nosotros mismos.
Permítanme volver aquí una vez más al 19 de abril de 2005. La
gravedad de la decisión fue precisamente por el hecho de que a partir de
ese momento en adelante, yo estaba empeñado siempre y para siempre por
el Señor. Siempre --quien asume el ministerio petrino ya no tiene
ninguna privacidad. Pertenece siempre y totalmente a todos, a toda la
Iglesia. A su vida le viene, por así decir, totalmente quitada la esfera
privada.
He podido experimentar, y lo experimento precisamente ahora, que uno
recibe la vida propiamente cuando la da. Dije antes que una gran
cantidad de gente que ama el Señor, aman también al Sucesor de san Pedro
y tienen un alto aprecio por él; y que el Papa tiene verdaderamente
hermanos y hermanas, hijos e hijas de todo el mundo, y que se siente
seguro en el abrazo de su comunión; porque él no se pertenece más a sí
mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen.
El "siempre" es también un "para siempre" --no es más un retorno a lo
privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio,
no revoca esto. No regreso a la vida privada, a una vida de viajes,
reuniones, recepciones, conferencias, etcétera. No abandono la cruz,
sino que permanezco de un modo nuevo ante el Señor Crucificado. No llevo
más la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, sino en el
servicio de la oración; permanezco, por así decirlo, en el recinto de
san Pedro. San Benito, cuyo nombre porto como papa, me será de gran
ejemplo en esto. Él nos ha mostrado el camino para una vida que, activa o
pasiva, pertenece por entero a la obra de Dios.
También doy las gracias a todos y cada uno por su respeto y la
comprensión con la que han acogido esta importante decisión. Voy a
seguir acompañando el camino de la Iglesia mediante la oración y la
reflexión, con la dedicación al Señor y a su Esposa, que traté de vivir
hasta ahora todos los días y que quiero vivir para siempre. Les pido que
me recuerden delante de Dios, y sobre todo de orar por los cardenales,
que son llamados a una tarea tan importante, y por el nuevo sucesor del
apóstol Pedro: que el Señor lo acompañe con la luz y el poder de su
Espíritu.
Invoco la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de
la Iglesia, para que nos acompañe a cada uno de nosotros y a toda la
comunidad eclesial; a Ella nos acogemos, con profunda confianza.
¡Queridos amigos y amigas! Dios guía a su Iglesia, la sostiene
siempre, y especialmente en los tiempos difíciles. Nunca perdamos esta
visión de fe, que es la única visión verdadera del camino de la Iglesia y
del mundo. En nuestro corazón, en el corazón de cada uno de ustedes,
que exista siempre la certeza gozosa de que el Señor está cerca, que no
nos abandona, que está cerca de nosotros y nos envuelve con su amor.
¡Gracias!
Muchas gracias. Que
Dios os bendiga.
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