“Si hay algo que no puede ser virtual es el rito cristiano”

Una de las primeras representaciones de la peste la encontramos en Edipo rey, de Sófocles. El coronavirus, para Occidente, ¿es el “retorno de la tragedia”, como oímos a menudo?
Efectivamente, Edipo rey empieza con la peste que asola Tebas. El pueblo muere y el oráculo declara que este flagelo ha sido enviado porque el asesino de Layo sigue estando a la fuga. Edipo, entonces, decide investigar la muerte de su predecesor en el trono. Sófocles, en la Antigüedad, inventó una “historia de detectives” ultramoderna, en la que el investigador descubre que él es también el asesino, y que el asesino es peor de lo que se imaginaba al principio, puesto que es un parricida y un incestuoso. Sin embargo, esto no basta para entrar en la tragedia.
Del absurdo y la maldad de una historia como esta se pueden sacar distintas conclusiones. Lo que hace que una situación sea trágica no son los hechos como tales, sino la manera que tengamos de interpretarlos. La epidemia puede ser considerada desde un punto de vista estadístico o melodramático. Es lo que oímos con más frecuencia: un discurso que oscila entre el cálculo y la emoción. También hay, es evidente, los “vídeo-gags” sobre el confinamiento, que transforman todo en broma; o, en el extremo opuesto, el trabajo de los microbiólogos, para los que es un desafío terapéutico. No menosprecio estas perspectivas, puesto que cada una tiene su tiempo y su necesidad.
Sólo digo que lo trágico implica otra cosa y lo primero es un camino del exterior al interior. Edipo intenta resolver el problema de la peste, pero no se limita a tomar medidas sanitarias, sino que entra en sí mismo, medita sobre su propio destino. Lo trágico supone, también, enfrentarse a un mal irreductible: no basta con señalar a los culpables, puesto que el culpable, en este caso, es también una víctima. La peste golpea a todo el mundo y los que están protegidos, como Edipo, descubren en sí mismos un mal aún más grande.
Por último, y este es el punto más importante, dado que el rey se muestra frágil como nunca y ningún progreso podrá acabar con el drama, no hay solución definitiva, sólo nos queda una súplica sin respuesta, una imploración al cielo y a los dioses, al borde de la rabia y el abandono. La tragedia, por último, nos dice que la dignidad más grande del hombre está en el sufrimiento vertical, que nos lleva a plantearnos las preguntas fundamentales de la vida.
Acaba usted de hablar de la interpretación estadística. Cada día, al final de la jornada, tenemos derecho a un recuento macabro de los muertos en todo el mundo. ¿Qué pensar de esta epidemia de las cifras y la relación que instituye con la muerte?
Lo que vivimos no es sólo una pandemia mundial, sino una pandemia digital, en la que los efectos del virus son reemplazados por una información que, se dice, es viral. Estamos confinados como peces rojos, pero en las paredes de nuestra pecera no dejamos de consultar las cifras del exceso del índice de mortalidad, esperando que el anzuelo de la enfermedad nos atrape y nos haga caer en otro  mundo.
De repente, nos damos cuenta de que lo que era sólo una unidad en un recuento de cifras es un nombre propio con un rostro. Pasamos, de golpe, de la profilaxis a la asfixia, de la estadística al drama. En la Biblia, la peste se abate sobre Israel porque David ha querido hacer un censo de su pueblo, es decir, no considerarlo ya en la singularidad de las personas, las familias y las tribus que lo forman, sino como un gran conjunto manipulable. Hoy en día, es la peste misma la que induce a censos ilimitados, a la vez hipnóticos y ansiogénicos.
Durante este tiempo, debido al aislamiento de los ancianos y a las normas de distanciamiento social, la persona moribunda se ve despojada de su familia en beneficio de la asistencia química y las máquinas, y la muerte se ve privada de los ritos fúnebres en beneficio del horno crematorio. Bajo este punto de vista, la epidemia no hace más que intensificar y revelar una estructura que ya estaba ahí, y que podríamos calificar de estructura tecno-emocional: ante la muerte, no sabemos hacer otra cosa más que pasar de una gestión tecnológica que nos permite flotar, a una emoción que nos ahoga bruscamente.
Estamos confinados y, al mismo tiempo, nunca hemos estado tan conectados como ahora. ¿Es esta crisis el triunfo de lo virtual sobre lo carnal?
Una crisis no produce efectos unívocos. En términos de medicina, esta crisis es el estado transitorio del paciente, que puede ser feliz o funesto, porque desemboca o en la curación o en la muerte. Los frikis informáticos ya vivían confinados detrás de sus pantallas. ¿Es una victoria por su parte, o la prueba de que ya vivían como enfermos? La industria de las aplicaciones para móvil está en plena forma y el dueño de Netflix puede frotarse las manos; sin embargo, también descubrimos, con los problemas de abastecimiento, que la agricultura es más necesaria que las altas finanzas, y la labor del personal sanitario más que la de los cracs.
Ayer hablamos mucho de transhumanismo. La epidemia nos devuelve a la condición humana, a nuestra mortalidad, a la precariedad de nuestra existencia. De repente, Tucídides se convierte en nuestro contemporáneo, porque sufrió la peste de Atenas. Sófocles, Boccaccio, Manzoni, Giono o Camus se revelan más actuales que nuestra actualidad, porque testimonian lo que pertenece de manera insuperable a la carne del hombre. El confinamiento puede hacer que nos sumerjamos en las tabletas, pero es también una ocasión para reinventar la mesa familiar y redescubrir el sentido de  una cultura que es cada día más nueva que nuestras innovaciones, del mismo modo que la primavera siempre será más nueva que nuestros últimos dispositivos electrónicos.
 Estamos entrando en el Triduo Pascual, esos tres días que van desde la misa vespertina del Jueves Santo al domingo de Resurrección. ¿Que los ritos sean virtuales no nos hace sentir mejor el valor de la comunión y de las iglesias?*
Si hay algo que no puede ser virtual es el rito cristiano. Los sacramentos exigen una proximidad física. Comunican la gracia por contagio, por cercanía, porque el amor de Dios es inseparable del amor del prójimo. Es el motivo por el que, al propagarse la epidemia de la misma manera, los fieles han sido privados de la eucaristía…
Como la Iglesia normalmente exige que se comulgue por lo menos en Pascua, algunos han juzgados positivo discutir esta medida, e incluso desafiarla. Prefiero meditarla. Vivir la Pascua con esta privación es también reconocer que el cristianismo no es un espiritualismo, sino que es la religión de la Encarnación, donde lo más espiritual se encuentra con lo más carnal, donde el don de la gracia pasa por un sacerdote palurdo, tener un vecino de banco en la iglesia antipático y masticar un insípido trozo de pan.
El año pasado, a inicios de la Semana Santa, ocurrió el incendio de Notre-Dame: ese edificio incomparable ardía, pero el ritual se mantenía intacto. Ahora, de manera discreta, pero más profunda, es el ritual mismo el que padece. El drama es mayor, aunque se vea menos. Pero por muy grande que sea el drama, es de esto de lo que habla el sacrificio de la Cruz. Bajo este punto de vista, no del rito, sino de eso a lo que él nos remite, en esta hora en la que el ángel de la muerte pasa por nuestras ciudades, la Pascua nos alcanza con toda su potencia. Judas transmite la muerte con un beso. Pilato se lava las manos con gel desinfectante. Jesús pregunta: “Dios mío, ¿por qué?”. Y no obtiene respuesta.
Pero si nosotros gritamos así en lo que concierne al mal, es porque antes hemos visto la bondad de la vida. Como expresa Rilke en estos versos que no dejo de repetir: «Sólo la alabanza abre un espacio a la queja». Sólo gemimos ante lo que nos destruye porque celebramos lo que nos trae. El reverso del grito, por desesperado que sea, es una llamada a la esperanza. La noche nos horroriza porque hemos gustado de la belleza del día; pero la pérdida de esta luz, que nos causa dolor, nos sugiere también que al final de la oscura noche la aurora acaba despuntando, más conmovedora que nunca.

*Esta entrevista ha sido realizada al filósofo francés Frabrice Hadjadj con motivo de la Pascua antes de la misma.
Publicado por Eugénie Bastié en Le Figaro.

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