UNA PROVOCACIÓN
“De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo:
‘Alégraos’” (Mt 28, 9). Es la primera palabra del Resucitado después de
que María Magdalena y la otra María descubrieran el sepulcro vacío y se
toparan con el ángel. El Señor sale a su encuentro para transformar su
duelo en alegría y consolarlas en medio de la aflicción (cfr. Jr 31,
13). Es el Resucitado que quiere resucitar a una vida nueva a las
mujeres y, con ellas, a la humanidad entera. Quiere hacernos empezar ya a
participar de la condición de resucitados que nos espera.
Invitar a la alegría pudiera parecer una provocación, e incluso, una
broma de mal gusto ante las graves consecuencias que estamos sufriendo
por el COVID-19. No son pocos los que podrían pensarlo, al igual que los
discípulos de Emaús, como un gesto de ignorancia o de irresponsabilidad
(cfr. Lc 24, 17-19).
Como las primeras discípulas que iban al sepulcro,
vivimos rodeados por una atmósfera de dolor e incertidumbre que nos
hace preguntarnos: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16,
3). ¿Cómo haremos para llevar adelante esta situación que nos sobrepasó
completamente? El impacto de todo lo que sucede, las graves
consecuencias que ya se reportan y vislumbran, el dolor y el luto por
nuestros seres queridos nos desorientan, acongojan y paralizan.
Es la
pesantez de la piedra del sepulcro que se impone ante el futuro y que
amenaza, con su realismo, sepultar toda esperanza. Es la pesantez de la
angustia de personas vulnerables y ancianas que atraviesan la cuarentena
en la más absoluta soledad, es la pesantez de las familias que no saben
ya como arrimar un plato de comida a sus mesas, es la pesantez del
personal sanitario y servidores públicos al sentirse exhaustos y
desbordados… esa pesantez que parece tener la última palabra.
Sin embargo, resulta conmovedor destacar la actitud de las mujeres
del Evangelio. Frente a las dudas, el sufrimiento, la perplejidad ante
la situación e incluso el miedo a la persecución y a todo lo que les
podría pasar, fueron capaces de ponerse en movimiento y no dejarse
paralizar por lo que estaba aconteciendo. Por amor al Maestro, y con ese
típico, insustituible y bendito genio femenino, fueron capaces de
asumir la vida como venía, sortear astutamente los obstáculos para estar
cerca de su Señor. A diferencia de muchos de los Apóstoles que huyeron
presos del miedo y la inseguridad, que negaron al Señor y escaparon
(cfr. Jn 18, 25-27), ellas, sin evadirse ni ignorar lo que sucedía, sin
huir ni escapar…, supieron simplemente estar y acompañar.
Como las
primeras discípulas, que, en medio de la oscuridad y el desconsuelo,
cargaron sus bolsas con perfumes y se pusieron en camino para ungir al
Maestro sepultado (cfr. Mc 16, 1), nosotros pudimos, en este tiempo, ver
a muchos que buscaron aportar la unción de la corresponsabilidad para
cuidar y no poner en riesgo la vida de los demás. A diferencia de los
que huyeron con la ilusión de salvarse a sí mismos, fuimos testigos de
cómo vecinos y familiares se pusieron en marcha con esfuerzo y
sacrificio para permanecer en sus casas y así frenar la difusión.
Pudimos descubrir cómo muchas personas que ya vivían y tenían que sufrir
la pandemia de la exclusión y la indiferencia siguieron esforzándose,
acompañándose y sosteniéndose para que esta situación sea (o bien,
fuese) menos dolorosa. Vimos la unción derramada por médicos, enfermeros
y enfermeras, reponedores de góndolas, limpiadores, cuidadores,
transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes,
religiosas, abuelos y educadores y tantos otros que se animaron a
entregar todo lo que poseían para aportar un poco de cura, de calma y
alma a la situación. Y aunque la pregunta seguía siendo la misma:
“¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3), todos ellos no
dejaron de hacer lo que sentían que podían y tenían que dar.
Y fue precisamente ahí, en medio de sus ocupaciones y preocupaciones,
donde las discípulas fueron sorprendidas por un anuncio desbordante:
“No está aquí, ha resucitado”. Su unción no era una unción para la
muerte, sino para la vida. Su velar y acompañar al Señor, incluso en la
muerte y en la mayor desesperanza, no era vana, sino que les permitió
ser ungidas por la Resurrección: no estaban solas, Él estaba vivo y las
precedía en su caminar. Solo una noticia desbordante era capaz de romper
el círculo que les impedía ver que la piedra ya había sido corrida, y
el perfume derramado tenía mayor capacidad de expansión que aquello que
las amenazaba. Esta es la fuente de nuestra alegría y esperanza, que
transforma nuestro accionar: nuestras unciones, entregas… nuestro velar y
acompañar en todas las formas posibles en este tiempo, no son ni serán
en vano; no son entregas para la muerte. Cada vez que tomamos parte de
la Pasión del Señor, que acompañamos la pasión de nuestros hermanos,
viviendo inclusive la propia pasión, nuestros oídos escucharán la
novedad de la Resurrección: no estamos solos, el Señor nos precede en
nuestro caminar removiendo las piedras que nos paralizan. Esta buena
noticia hizo que esas mujeres volvieran sobre sus pasos a buscar a los
Apóstoles y a los discípulos que permanecían escondidos para contarles:
“La vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha despertado y
vuelve a latir de nuevo” (1) . Esta es nuestra esperanza, la que no nos
podrá ser robada, silenciada o contaminada. Toda la vida de servicio y
amor que ustedes han entregado en este tiempo volverá a latir de nuevo.
Basta con abrir una rendija para que la Unción que el Señor nos quiere
regalar se expanda con una fuerza imparable y nos permita contemplar la
realidad doliente con una mirada renovadora.
Y, como a las mujeres del Evangelio, también a nosotros se nos invita
una y otra vez a volver sobre nuestros pasos y dejarnos transformar por
este anuncio: el Señor, con su novedad, puede siempre renovar nuestra
vida y la de nuestra comunidad (cfr. Evangelii gaudium, 11). En esta
tierra desolada, el Señor se empeña en regenerar la belleza y hacer
renacer la esperanza: “Mirad que realizo algo nuevo, ya está brotando,
¿no lo notan?” (Is 43, 18b). Dios jamás abandona a su pueblo, está
siempre junto a él, especialmente cuando el dolor se hace más presente.
Si algo hemos podido aprender en todo este tiempo, es que nadie se
salva solo. Las fronteras caen, los muros se derrumban y todo los
discursos integristas se disuelven ante una presencia casi imperceptible
que manifiesta la fragilidad de la que estamos hechos. La Pascua nos
convoca e invita a hacer memoria de esa otra presencia discreta y
respetuosa, generosa y reconciliadora capaz de no romper la caña
quebrada ni apagar la mecha que arde débilmente (cfr. Is 42, 2-3) para
hacer latir la vida nueva que nos quiere regalar a todos. Es el soplo
del Espíritu que abre horizontes, despierta la creatividad y nos renueva
en fraternidad para decir presente (o bien, aquí estoy) ante la enorme e
impostergable tarea que nos espera. Urge discernir y encontrar el pulso
del Espíritu para impulsar junto a otros las dinámicas que puedan
testimoniar y canalizar la vida nueva que el Señor quiere generar en
este momento concreto de la historia. Este es el tiempo favorable del
Señor, que nos pide no conformarnos ni contentarnos y menos
justificarnos con lógicas sustitutivas o paliativas que impiden asumir
el impacto y las graves consecuencias de lo que estamos viviendo. Este
es el tiempo propicio de animarnos a una nueva imaginación de lo posible
con el realismo que solo el Evangelio nos puede proporcionar. El
Espíritu, que no se deja encerrar ni instrumentalizar con esquemas,
modalidades o estructuras fijas o caducas, nos propone sumarnos a su
movimiento capaz de “hacer nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5).
En este tiempo nos hemos dado cuenta de la importancia de “unir a
toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e
integral” (2). Cada acción individual no es una acción aislada, para
bien o para mal, tiene consecuencias para los demás, porque todo está
conectado en nuestra Casa común; y si las autoridades sanitarias ordenan
el confinamiento en los hogares, es el pueblo quien lo hace posible,
consciente de su corresponsabilidad para frenar la pandemia. “Una
emergencia como la del COVID-19 es derrotada en primer lugar con los
anticuerpos de la solidaridad” (3). Lección que romperá todo el
fatalismo en el que nos habíamos inmerso y permitirá volver a sentirnos
artífices y protagonistas de una historia común y, así, responder
mancomunadamente a tantos males que aquejan a millones de hermanos
alrededor del mundo. No podemos permitirnos escribir la historia
presente y futura de espaldas al sufrimiento de tantos. Es el Señor
quien nos volverá a preguntar “¿dónde está tu hermano?” (Gn, 4, 9) y, en
nuestra capacidad de respuesta, ojalá se revele el alma de nuestros
pueblos, ese reservorio de esperanza, fe y caridad en la que fuimos
engendrados y que, por tanto tiempo, hemos anestesiado o silenciado.
Si actuamos como un solo pueblo, incluso ante las otras epidemias que
nos acechan, podemos lograr un impacto real. ¿Seremos capaces de actuar
responsablemente frente al hambre que padecen tantos, sabiendo que hay
alimentos para todos? ¿Seguiremos mirando para otro lado con un silencio
cómplice ante esas guerras alimentadas por deseos de dominio y de
poder? ¿Estaremos dispuestos a cambiar los estilos de vida que sumergen a
tantos en la pobreza, promoviendo y animándonos a llevar una vida más
austera y humana que posibilite un reparto equitativo de los recursos?
¿Adoptaremos como comunidad internacional las medidas necesarias para
frenar la devastación del medio ambiente o seguiremos negando la
evidencia? La globalización de la indiferencia seguirá amenazando y
tentando nuestro caminar… Ojalá nos encuentre con los anticuerpos
necesarios de la justicia, la caridad y la solidaridad. No tengamos
miedo a vivir la alternativa de la civilización del amor, que es “una
civilización de la esperanza: contra la angustia y el miedo, la tristeza
y el desaliento, la pasividad y el cansancio. La civilización del amor
se construye cotidianamente, ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo
comprometido de todos. Supone, por eso, una comprometida comunidad de
hermanos".
En este tiempo de tribulación y luto, es mi deseo que, allí donde
estés, puedas hacer la experiencia de Jesús, que sale a tu encuentro, te
saluda y te dice: “Alégrate” (Mt 28, 9). Y que sea ese saludo el que
nos movilice a convocar y amplificar la buena nueva del Reino de Dios.
Papa Francisco, Vida Nueva 17 de abril 2020
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