Las dos alas de la gran Águila

“Pero la Mujer recibió las dos alas de la gran águila para volar hasta su refugio en el desierto, donde debía ser alimentada durante tres años y medio, lejos de la Serpiente”. (Ap 12:14)

Un buen día descubrimos que lo que parecía que no podía parar había parado, que las preocupaciones cotidianas, nuestros planes más inmediatos, nuestras rencillas absurdas o la charla intrascendente para matar el tiempo, las noticias de la mentira, y las broncas futboleras… habían cesado.

Unos se vieron “encerrados” en casa, otros “a salvo” de momento ante un futuro incierto… Unos caminamos hacia el monte Carmelo, y otros intentaron vivir el mismo ruido habitual delante de una pantalla de buena resolución, pero en general, repleta de malas intenciones y mensajes subliminales sobre lo políticamente correcto, lo económicamente conveniente, …

Para algunos el silencio ha sido una bendición, para otros una tortura. En el silencio del hoy no tengo que hacer lo que hago siempre, y la pregunta del “¿qué hago hoy?”, ha surgido la depresión y la esperanza, la reflexión sobre una vida frenética que no nos daba tiempo a preguntarnos sobre cómo deseamos vivir. Las noticias del mundo exterior se han revelado como surrealistas, todo a partir de la puerta de la casa es una pesadilla. La gran pregunta es si dentro de casa el infierno continúa o habita “otra cosa”, otra forma de vivir alternativa en que podemos ser nosotros mismos sin distorsiones externas. Dios, más intimo a nosotros que nosotros mismos (S. Agustín), nos convoca a volver a Casa.

Algunos han descubierto en el silencio y en el absurdo del mundo exterior la llamada a la oración, la reflexión.

Sit mors pro doctore (San Augustin). ¿Quién no ha perdido a algún ser, aunque fuera, remotamente querido? Nos hemos dado cuenta de que no sólo queremos a nuestra familia inmediata, sino también a esa persona que conocíamos de lejos, pero sin saberlo la teníamos cariño. Hoy somos conscientes de que, en unos quince días, “nos puede tocar”, unos con más papeletas que otras.
La muerte como consejera, nos aconseja la vida, y si damos un paso más allá nos damos cuenta de que deseamos la Vida con mayúsculas, el Verbo hecho carne. Incluso desde el ateísmo apetece vivir “Sicut Deus daretur”, aunque no sea adecuado confesar públicamente la inmensa sed de Ser que nos define como seres humanos.

Hemos visto a los héroes del Ifema, silentes, con mascarilla, riesgo y anonimato. Lo heroico se ha vestido de humildad y compromiso profundo con el ser humano. Los cuerpos de seguridad del Estado se han enfrentado sin armas al Covid, han enfermado por nosotros. Los cuidadores de nuestros ancianos en las residencias han intentado ser difamados y se les ha querido cargar con la culpa. Desconocidos moribundos han sido acompañados en el momento de la partida, por un desconocido que ha cogido de la mano y le ha llorado como se llora a un padre o a un hermano… Y no hemos podido evitar mirar al cielo y preguntarnos, ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rom VII. 24). Pero no cabe duda, Cristo está con nosotros en todos los héroes y mártires de la Pandemia.


Asistimos a un mundo en conversión llamado por la preciosa sangre de Cristo que vino a compartir con nosotros todas las penurias que nos sumergen en un valle de lágrimas, que, por desgracia, y en el extremo de nuestra pobreza esencial, a veces, carece incluso de estas, dejando en su lugar un corazón de piedra que nuestro ser más intimo rechaza como a un cuerpo extraño.
¡Qué gran oportunidad para ser visitados por el Señor de la Vida, el Espíritu que todo lo hace nuevo, y la lealtad y fidelidad al yo mismo, que proféticamente se nos revela como una fidelidad y compromiso con Dios Padre ¡

Cristo grita: “Yo soy vuestra Justicia”, y como Verbo de Verdad resuena hasta en el alma del “insipiens” de San Anselmo. La conversión comienza cuando por fin descubrimos que estamos vivos y somos libres, y qué extraño… hemos acabado viviendo una vida de la que tal vez no nos arrepintamos, pero si nos hubiera gustado vivir más la experiencia del ser uno mismo, sin cadenas silenciosas en forma de tarjetas de crédito, sonrisas falsas, trabajos mejor o peor pagados pero que no vivimos de forma vocacional.

Lo que nos ha enseñado el Covid-19 es que no sabemos vivir. Y tal vez, necesitamos las dos alas de la gran Águila para llegar al Carmelo y acariciar con la punta de los dedos del alma, las puertas del cielo. Encontrarnos con el Amado y pedirle de rodillas y con lágrimas en los ojos que nos salve de este destierro. No del destierro de la calle desierta, ni el de la despensa medio vacía, ni de la falta de la partida de mus, o de la reunión dominguera con los vecinos. Sino del destierro a una vida sin sentido.

En oración, en comunión sin poder comulgar, con profunda sed de Cristo muchos hemos descubierto nuestra enfermedad, que es la falta de Nuestro Señor Jesucristo.

Que Cuaresma tan sincera hemos vivido, y que Resurrección tan viva… ¡Que hambre de Iglesia, de hermanos, de abrazos y alabanza! Hoy somos un poco mas conscientes de que Él ha venido a salvarnos de todo lo malo que hemos visto y vivido con claridad meridiana.

Aún nos queda mucho camino, o tal vez no. Lo único que tenemos es un presente, un segundo por el que transitamos, aunque no queramos y que sólo tiene sentido si lo unimos a la eternidad del Bendito que viene en Nombre del Señor.

Pidamos al Señor la gracia de que nos visite en nuestros encierros, que valla casa por casa, llamando fuertemente a la puerta, porque son tiempos pascuales en que debemos pintar el dintel de la puerta con la Preciosa Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.

¡Aleluya¡, Cristo en Verdad, en Verdad, ha resucitado.
Dr. Paco Rabadán (pacorabadan.com)

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