Cultivar la interioridad en la era digital
Llamadas, mensajes, tweets, alertas... teléfonos y
ordenadores han cambiado nuestro acceso a la realidad. ¿Cómo lograr que
sean una ayuda para nuestra vida ordinaria al servicio de Dios y de los
demás?
Las nuevas tecnologías han aumentado el volumen de
información que recibimos en cada instante, y quizás hoy ya no nos
sorprenda que nos lleguen en tiempo real las noticias de sitios lejanos.
Estar enterado y tener datos de lo que sucede es progresivamente más
fácil. Surgen, quizá, nuevos retos, y en particular este: ¿cómo
gestionar los recursos informáticos?
El aumento de la información disponible impone a cada uno de nosotros la
necesidad de cultivar una actitud reflexiva. Es decir, la capacidad de
discernir los datos que son valiosos de los que no lo son. A veces es
complicado, pues «la velocidad con la que se suceden las informaciones
supera nuestra capacidad de reflexión y de juicio, y no permite una
expresión mesurada y correcta de uno mismo».
Si a lo anterior se suma que las tecnologías de comunicación nos
ofrecen una gran cantidad de estímulos que reclaman nuestra atención
(mensajes de texto, imágenes, música), es evidente el riesgo de
acostumbrarse a responder a estos inmediatamente, sin tener en cuenta la
actividad que estábamos realizando en ese momento.
El silencio forma parte del proceso comunicativo, al abrir momentos de
reflexión que permitirán asimilar lo que se percibe y dar una respuesta
adecuada al interlocutor: «Escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros
mismos; nace y se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor
claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del otro; elegimos
cómo expresarnos».
En la vida cristiana, el silencio juega un papel importantísimo, pues es
condición para cultivar una interioridad que permite oír la voz del
Espíritu Santo y secundar sus mociones. San Josemaría relacionaba al
silencio, la fecundidad y la eficacia,
y el Papa Francisco ha pedido oraciones «para que los hombres y mujeres
de nuestro tiempo, a menudo abrumados por el bullicio, redescubran el
valor del silencio y sepan escuchar a Dios y a los hermanos». ¿Cómo conseguir esta interioridad, en un ambiente marcado por las nuevas tecnologías?
La virtud de la templanza, una aliada
San Josemaría Escrivá señala una experiencia con la que es fácil identificarse: "Me
bullen en la cabeza los asuntos en los momentos más inoportunos...",
dices. Por eso te he recomendado que trates de lograr unos tiempos de
silencio interior,... y la guarda de los sentidos externos e internos. Para
alcanzar un recogimiento que lleve a meter las potencias en la tarea
que realizamos, y así poder santificarla, es preciso ejercitarse en la
guarda de los sentidos. Y esto se aplica de modo especial al uso de los
recursos informáticos, que ‒como todos los bienes materiales‒ se deben
emplear con moderación.
La virtud de la templanza es una aliada para conservar la libertad interior al moverse por los ambientes digitales. Templanza es señorío,
porque ordena nuestras inclinaciones hacia el bien en el uso de los
instrumentos con los que contamos. Lleva a obrar de manera que se
empleen rectamente las cosas, porque se les da su justo valor, de
acuerdo con la dignidad de hijos de Dios.
Si queremos acertar en la elección de aparatos electrónicos, la
contratación de servicios, o incluso al usar un recurso informático
gratuito, resulta lógico que consideremos su atractivo o utilidad, pero
también si aquello corresponde con un estilo templado de vivir: ¿Esto me
llevará a aprovechar más el tiempo, o me procurará distracciones
inoportunas? ¿las funcionalidades adicionales justifican una nueva
compra, o es posible seguir utilizando el aparato que ya tengo?
El ideal de la santidad implica ir más allá de lo que es meramente lícito ‒si se puede…‒, para preguntarse: esto, ¿me acercará más a Dios? Da
mucha luz aquella respuesta de san Pablo a los de Corinto:«Todo me es
lícito». Pero no todo conviene. «Todo me es lícito». Pero no me dejaré
dominar por nada[7].
Esta afirmación de autodominio del Apóstol cobra nueva actualidad,
cuando consideramos algunos productos o servicios informáticos que, al
procurar una recompensa inmediata
o relativamente rápida, estimulan la repetición. Saber poner un límite a
su uso evitará fenómenos como la ansiedad o, en casos extremos, una
especie de dependencia. Nos puede servir en este campo aquel breve consejo: Acostúmbrate a decir que no, detrás del cual se encuentra una llamada a luchar con sentido positivo, como el mismo san Josemaría explicaba: Porque
de esta victoria interna sale la paz para nuestro corazón, y la paz que
llevamos a nuestros hogares –cada uno, al vuestro–, y la paz que
llevamos a la sociedad y al mundo entero.
El uso de las nuevas tecnologías dependerá de las circunstancias y
necesidades propias. Por eso, en este ámbito cada uno ‒ayudado por el
consejo de los demás‒ debe encontrar su medida. Cabe siempre preguntarse
si el uso es templado. Los mensajes, por ejemplo, pueden ser útiles
para manifestar cercanía a un amigo, pero si fueran tan numerosos que
acarrearan interrupciones continuas en el trabajo o el estudio,
probablemente estaríamos cayendo en la banalidad y la pérdida de tiempo.
En este caso, el autodominio nos ayudará a vencer la impaciencia y a
dejar la respuesta para más tarde, de modo que podamos emplearnos en una
actividad que exigía concentración, o simplemente prestar atención a
una persona con la que estábamos conversando.
Ciertas actitudes ayudan a vivir la templanza en este ámbito. Por
ejemplo, conectar el acceso a las redes a partir de una hora
determinada, fijar un número de veces al día para mirar la cuenta de una
red social o para comprobar el correo electrónico, desconectar los
dispositivos por la noche, evitar su uso durante las comidas y en los
momentos de mayor recogimiento, como son los días dedicados a un retiro
espiritual. Internet se puede consultar en momentos y lugares
apropiados, de modo que uno no se ponga en una situación de navegar por
la web sin un objetivo concreto, con el riesgo de toparse con contenidos
que contradicen un planteamiento cristiano de la vida, o al menos
perder el tiempo con trivialidades.
El convencimiento de que nuestras aspiraciones más altas están más allá
de las satisfacciones rápidas que nos podría dar un click, da sentido al esfuerzo por vivir la templanza. A través de esta virtud, se forja una personalidad sólida y la
vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está
en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con
todos, de dedicarse a tareas grandes
La templanza allana el camino hacia la santidad, pues construye un orden
interior que permite emplear la inteligencia y la voluntad en lo que se
trae entre manos: ¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces.
Para recibir la gracia divina, para crecer en santidad, el cristiano ha
de meterse en la actividad que es su materia de santificación.
¿Las nuevas tecnologías favorecen la superficialidad? Dependerá, sin
duda, del modo en que se utilicen. Sin embargo, hay que estar prevenidos
contra la disipación: –Dejas
que se abreven tus sentidos y potencias en cualquier charca. –Así andas
tú luego: sin fijeza, esparcida la atención, dormida la voluntad y
despierta la concupiscencia.
Evidentemente, cuando se cede a la disipación por un empleo desordenado
del teléfono o de internet, la vida de oración encuentra obstáculos para
su desarrollo. No obstante, el espíritu cristiano lleva a conservar la
calma mientras uno se mueve con soltura en las diversas circunstancias
de la vida moderna: Los
hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas que, en medio del
fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del alma en
coloquio permanente con el Señor.
El silencio es como el portero de la vida interior: los fieles que viven en medio del mundo han de
tener momentos de mayor recogimiento, compatibles con un trabajo
intenso. Especial importancia daba a la preparación de la Santa Misa. En
un ambiente permeado por las nuevas tecnologías, los cristianos saben
encontrar tiempos para el trato con Dios, donde se recogen los sentidos,
la imaginación, la inteligencia, la voluntad. Como el profeta Elías,
descubrimos al Señor no en el ruido de los elementos y el ambiente,
sino en un susurro de brisa suave.
El recogimiento que abre espacio al coloquio con Jesucristo exige dejar
en un segundo plano otras actividades que reclaman nuestra atención. La
oración pide desconectarse de lo que nos pueda distraer, y con
frecuencia será oportuno que la desconexión sea física: desactivando las
notificaciones de un dispositivo, cerrando los programas en ejecución
o, eventualmente, apagándolo. Es el momento de dirigir la mirada al
Señor, y dejar en sus manos el resto.
Por otro lado, el silencio lleva a ser atento con los demás y refuerza la fraternidad, para descubrir personas que necesitan ayuda, caridad y cariño.
En una época donde contamos con recursos tecnológicos que parecen
empujarnos a llenar todo nuestro día de iniciativas, de actividades, de
ruido, es bueno hacer silencio fuera y dentro de nosotros. En este
sentido, al reflexionar sobre el papel de los medios de comunicación en
la cultura actual, el Papa Francisco ha invitado a «recuperar un cierto
sentido de lentitud y de calma. Esto requiere tiempo y capacidad de
guardar silencio para escuchar. (…) Si tenemos el genuino deseo de
escuchar a los otros, entonces aprenderemos a mirar el mundo con ojos
distintos y a apreciar la experiencia humana tal y como se manifiesta en
las distintas culturas y tradiciones».
El esfuerzo por formar una actitud personal de escucha, y la promoción
de espacios de silencio, nos abre a los demás, y de modo especial, a la
acción de Dios en nuestras almas y en el mundo.
En la cumbre
Comentarios
Publicar un comentario
A la hora de expresarse tengamos en cuenta la ley de la Caridad