EL ROSTRO DE DIOS
Me dijeron, intenta ver a Cristo en la gente.
Andaba yo con este pensamiento y me puse a ello.
En cualquier calle, se cruzaban ante mi toda clase de
personas, distintas caras, distintos niños, jóvenes, viejos…., tengo que
reconocer que fue un ejercicio complicado. Como descubrir a Cristo en esos
rostros, tan atareados, risueños
algunos, tristes otros y, otros estresados.
Desistí.
Esa noche, tras la cena me dispuse a ver las noticias en
televisión. Hablaban del hambre, como no, el hambre en África. Imágenes
terribles, desoladoras, imágenes capaces de sacudir violentamente cualquier
conciencia.
En ese momento se clavaron
en mi retina los ojos de un niño, sucio, famélico, hambriento, que por
toda compañía tenía un montón de moscas pegadas a su cara, pegadas a sus labios.
No podía seguir viendo. Cerré el televisor, cerré mis ojos. Apagué mi
conciencia.
Quise olvidar, quitarme de la cabeza esa imagen, inocente,
extraña, desconocida y tan lejana.
No pude.
Quede presa de un gran desasosiego. Acaso no estamos habituados ya a la
violencia, acaso nuestro corazón aún se inquieta por el sufrimiento de los
demás, acaso… acaso… acaso.
Ese rostro seguía en mi cabeza, ese niño inocente, extraño, desconocido
y tan lejano.
Abandonado en un mundo que, posiblemente no tendrá tiempo de
conocer.
Ese rostro dolorido, hambriento, llevaba la carga de toda la
ambición y sinsentido de un mundo que no le tiene en cuenta, y que ni siquiera
sabrá de su existencia, de no ser por una pantalla que proyecta unas imágenes,
inocentes, extrañas, desconocidas y que vale más ignorar.
Pero no podía.
Esos ojos soportaban todo el peso de nuestra conciencia.
Esos ojos de parpados ya casi caídos, de acuosas pupilas, contenían el pecado de la humanidad. Todos y cada uno
de nuestros pecados. Ese cuerpo, tan
frágil y enfermo soportaba, al calor del desierto, su cruz, la cruz de todo un
mundo, nuestra cruz, que en lugar de abrazar y sostener, despreciamos y
cargamos sobre él.
Y ahí, justo ahí, en
su cansancio, en esas llagas abiertas por el sol, en ese polvo espesando una
sangre que ya no fluye, en ese lugar y momento, en esa locura de silencio, de
angustia y dolor, en ese instante, vi el rostro de Cristo y, en sus ojos…. los
ojos de Dios.
Pere
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