Del polvo a la vida
El polvo en la cabeza nos devuelve a la tierra, nos
recuerda que procedemos de la tierra y que volveremos a la tierra. Es decir,
somos débiles, frágiles, mortales. Respecto al correr de los siglos y los
milenios, estamos de paso; ante la inmensidad de las galaxias y del espacio,
somos diminutos.
Somos polvo en el universo. Pero somos el polvo amado por
Dios. Al Señor le complació recoger nuestro polvo en sus manos e infundirle su
aliento de vida (cf. Gn 2,7). Así que somos polvo precioso, destinado a vivir
para siempre. Somos la tierra sobre la que Dios ha vertido su cielo, el polvo
que contiene sus sueños. Somos la esperanza de Dios, su tesoro, su gloria.
La ceniza nos recuerda así el
trayecto de nuestra existencia: del polvo a la vida. Somos polvo, tierra,
arcilla, pero si nos dejamos moldear por las manos de Dios, nos convertimos en
una maravilla. Y aún así, especialmente en las dificultades y la soledad,
solamente vemos nuestro polvo. Pero el Señor nos anima: lo poco que somos tiene
un valor infinito a sus ojos. Ánimo, nacimos para ser amados, nacimos para ser
hijos de Dios.
Al
comienzo de la Cuaresma, necesitamos caer en la cuenta de esto. Porque la
Cuaresma no es el tiempo para cargar con moralismos innecesarios a las
personas, sino para reconocer que nuestras pobres cenizas son amadas por Dios.
Es un tiempo de gracia, para acoger la mirada amorosa de Dios sobre nosotros y,
sintiéndonos mirados así, cambiar de vida. Estamos en el mundo para caminar de
las cenizas a la vida.
Entonces, no pulvericemos la esperanza, no incineremos
el sueño que Dios tiene sobre nosotros. No caigamos en la resignación. Y te
preguntas: “¿Cómo puedo confiar? El mundo va mal, el miedo se extiende, hay
mucha crueldad y la sociedad se está descristianizando…”. Pero, ¿no crees que
Dios puede transformar nuestro polvo en gloria?
La ceniza que nos imponen en
nuestras cabezas sacude los pensamientos que tenemos en la mente. Nos recuerda
que nosotros, hijos de Dios, no podemos vivir para ir tras el polvo que se
desvanece.
Una pregunta puede descender de nuestra cabeza al corazón: “Yo,
¿para qué vivo?”. Si vivo para las cosas del mundo que pasan, vuelvo al polvo,
niego lo que Dios ha hecho en mí. Si vivo sólo para traer algo de dinero a casa
y divertirme, para buscar algo de prestigio, para hacer un poco de carrera,
vivo del polvo. Si juzgo mal la vida sólo porque no me toman suficientemente en
consideración o no recibo de los demás lo que creo merecer, sigo mirando el
polvo.
No estamos en el mundo para esto.
Valemos mucho más, vivimos para mucho más: para realizar el sueño de Dios, para
amar. La ceniza se posa sobre nuestras cabezas para que el fuego del amor se
encienda en los corazones. Porque somos ciudadanos del cielo y el amor a Dios y
al prójimo es el pasaporte al cielo, es nuestro pasaporte. Los bienes terrenos
que poseemos no nos servirán, son polvo que se desvanece, pero el amor que
damos —en la familia, en el trabajo, en la Iglesia, en el mundo— nos salvará,
permanecerá para siempre.
La ceniza que recibimos nos
recuerda un segundo camino, el opuesto, el que va de la vida al polvo. Miramos
a nuestro alrededor y vemos polvo de muerte. Vidas reducidas a cenizas. Ruinas,
destrucción, guerra. Vidas de niños inocentes no acogidos, vidas de pobres
rechazados, vidas de ancianos descartados. Seguimos destruyéndonos,
volviéndonos de nuevo al polvo. ¡Y cuánto polvo hay en nuestras relaciones!
Miremos en nuestra casa, en nuestras familias: cuántos litigios, cuánta
incapacidad para calmar los conflictos. ¡Qué difícil es disculparse, perdonar,
comenzar de nuevo, mientras que tan fácilmente reclamamos nuestros espacios y
nuestros derechos! Hay tanto polvo que ensucia el amor y destrozado la vida.
Incluso en la Iglesia, la casa de Dios, hemos dejado que se deposite tanto
polvo, el polvo de la mundanidad.
Y mirémonos dentro, en el corazón:
¡cuántas veces sofocamos el fuego de Dios con las cenizas de la hipocresía! La
hipocresía es la inmundicia que hoy en el Evangelio Jesús nos pide que
eliminemos. De hecho, el Señor no dice sólo hacer obras de caridad, orar y
ayunar, sino cumplir todo esto sin simulación, sin doblez, sin hipocresía (cf.
Mt 6,2.5.16). Sin embargo, cuántas veces hacemos algo sólo para ser estimados,
para aparentar, para alimentar nuestro ego. Cuántas veces nos decimos
cristianos y en nuestro corazón cedemos sin problemas a las pasiones que nos
esclavizan. Cuántas veces predicamos una cosa y hacemos otra. Cuántas veces
aparentamos ser buenos por fuera y guardamos rencores por dentro. Cuánta doblez
tenemos en nuestro corazón… Es polvo que ensucia, ceniza que sofoca el fuego
del amor.
Necesitamos limpiar el polvo que se
deposita en el corazón. ¿Cómo hacerlo? Nos ayuda la sincera llamada de san
Pablo en la segunda lectura: “¡Dejaos reconciliar con Dios!”. Pablo no lo
sugiere, lo pide: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios»
( 2 Co 5,20). Nosotros habríamos dicho: “¡Reconciliaos con Dios!”. Pero no, usa
el pasivo: Dejaos reconciliar. Porque la santidad no es asunto nuestro, sino es
gracia. Porque nosotros solos no somos capaces de eliminar el polvo que ensucia
nuestros corazones. Porque sólo Jesús, que conoce y ama nuestro corazón, puede
sanarlo. La Cuaresma es tiempo de curación.
Entonces, ¿qué debemos hacer? En el
camino hacia la Pascua podemos dar dos pasos: el primero, del polvo a la vida,
de nuestra frágil humanidad a la humanidad de Jesús, que nos sana. Podemos
ponernos delante del Crucifijo, quedarnos allí, mirar y repetir: “Jesús, tú me
amas, transfórmame… Jesús, tú me amas, transfórmame …”. Y después de haber
acogido su amor, después de haber llorado ante este amor, se da el segundo
paso, para no volver a caer de la vida al polvo. Uno va a recibir el perdón de
Dios, en la confesión, porque allí el fuego del amor de Dios consume las
cenizas de nuestro pecado. El abrazo del Padre en la confesión nos renueva por
dentro, limpia nuestro corazón. Dejémonos reconciliar para vivir como hijos
amados, como pecadores perdonados, como enfermos sanados, como caminantes
acompañados. Dejémonos amar para amar. Dejémonos levantar para caminar hacia la
meta, la Pascua. Tendremos la alegría de descubrir que Dios nos resucita de
nuestras cenizas.
Papa Francisco, Homelía del Miércoles de ceniza
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