CATECISMO Y EJERCICIOS: ¿PANACEA UNIVERSAL?
En Buenos Aires, a
caballo del año 1900, se organizó un Congreso
sobre la catequesis, uno de los muchos congresos y cursillos habidos en el
país con todas sus ventajas y algún que otro defectillo, uno de los cuales es contentarse con bellas frases y
pomposas declaraciones. En preparación a ese Congreso se envió a todos los
curas del país una circular con un amplio formulario, solicitando su
contestación.
También el Cura de
Villa del Tránsito recibió la circular y se asombró de que fueran tan amables
de que se acordasen de él: pero, alérgico a los papeles y a su lenguaje
sofisticado y vago, tomó la circular y, tras un pequeño desahogo irónico, lo
sepultó en un cajón de su escritorio.
Más tarde, durante
una gira serrana, en medio de la serenidad de la naturaleza y de sus perfumes
agrestes, se tranquilizó. Le pareció descortés no contestar cuando era tan
fácil. Bastaba relatar escuetamente sus experiencias pastorales para
compartirlas con otros hermanos.
Tomó la pluma y
unas carillas y “trasnochando”, escribió su informe que luego remitió al
Congreso.
“Esa respuesta -
sintetiza Fray Tomás Luque, rector del Colegio “Lacordaire” de Buenos Aires –
fue la más comentada dentro y fuera del Congreso”.
Lamentablemente,
en esa época no había fotocopiadora que multiplicara los ejemplares, y el
original de ese informe se extravió: pero la excelente memoria de Fray Tomás
nos permite reconstruir su contenido.
“Ustedes me preguntan cómo anda por acá eso de la
doctrina cristiana, qué es lo que se ha hecho y qué es lo que podría hacerse
para mejor y más difundir su enseñanza entre los feligreses de mi parroquia.
Seguro de no mentirles, puedo decirles que aquí en
el Tránsito, Villa Dolores y en todos los departamentos serranos, no hay nada
que hacer, como no sea seguir haciendo lo mismo que se hace y conservar lo ya hecho.
Aquí todo el mundo sabe el catecismo y, éste más,
aquél menos, todos lo practican y algunos de lo lindo. Aquí no hay niño ni
chinita de doce años para arriba que no sea medio teóloga, siendo muchas las
que saben de memoria son Alfonso de Ligorio. Los niños, aun los de pecho, lo
saben porque se les enseña cotidianamente y porque sus padres también lo saben.
Si no lo quieren creer, pregúntaselo al Padre
Villarubia, jesuita misionero, que habiendo venido una vez para dar Ejercicios,
pudo comprobarlo. El padre encontró en la calle un anciano barbudo y veneraba
que llevaba en sus brazos a un niño de pocos meses. Atraído por el aspecto de
ese anciano que le saludaba con veneración, como deben hacerlo con el sacerdote
todos los cristianos, el Padre se acercó y se puso a acariciar al niño. Entonces
el buen hombre dijo: “Pregúntele, Padre, al chiquito dónde está Dios”.
El Padre, sonriendo como los que no saben o no
quieren creer, le hizo al niño la pregunta a la que, no sabiendo todavía
hablar, el niño respondió alzando su manecita y señalando hacia arriba, hacia
abajo y alrededor, así como sabemos hacerlo nosotros cuando les enseñamos a los
chicos el catecismo, diciendo; “En el cielo, en la tierra y en todo lugar”.
Esto me lo contó el mismo Padre Villarubia.
¿Cómo he llegado a conseguir esto en mi parroquia?
Sencillamente: enseñando y dando Ejercicios, lo uno a los niños y lo otro a los
padres de los niños. Pueden hacer la prueba.
Cuando no tenía en mi curato Casa de Ejercicios
arreaba con toda mi gente, una vez los hombres y otra las mujeres, a Córdoba,
para asistir a tandas que allí se daban y a las que primero en orar era el cura
porque los curas debemos dar el ejemplo. Allí era el llanto y crujir de
dientes, pero no de despecho y desesperación como los condenados en el
infierno, sino de sincera compunción y arrepentimiento.
Entre tanto, obedeciendo a órdenes mías, en todas
partes del curato hasta las afueras y por el camino, se levantaban arcos de
triunfo, formados por palos altísimos revestidos de ramas de follaje y flores
del campo para la recepción de los ejercitantes, con los que yo mismo arribaba
de vuelta, sin que uno solo se me desbandara de manada.
Éramos recibidos por todo el pueblo. A gran
distancia se destacaban grupos de jinetes todos endomingados y luciendo buenas
pilchas, los que engrosaban cada vez más la turba de los convertidos. Así
entrábamos al poblado en medio del azoramiento de los chicos y de la alegría de
todos, los que volvían y los que debían esperar su turno para próxima tanda.
No crean ustedes que la cosa quedaba en pura
ceremonia y el cura muy satisfecho con eso. ¡No! En sendas fogatas chirriaban
otras tantas vacas metidas en el fuego con pezuña y todo, sahumando el pués de
haber comido todos hasta hartarse, yo despedía a la paisanada con estas
textuales y sacramentales palabras: “¡Bueno! Vayan no más y guárdense bien de
ofender a Dios volviendo a las andadas. Ya el Cura ha hecho todo lo que estaba
de su parte para que se salven si quieren. Si alguno se empeña y quiere
condenarse, ¡que se lo lleven mil diablos!...”
Más fácil, pero no menos fructuosa, fue la cosa
cuando ya tuvimos acá nuestra Casa de Ejercicios, la que apenas si da abasto
para contener a tantos hombres y a tanto mejererío ansioso de arreglar sus
cuentas con Dios y hacer penitencia en las XXXXXXXXXXXdas de cada años y eso
que se dan una tras otra. Yo creo, salvo la opinión de ustedes – aunque la
experiencia me aconseja dar más fe a la mía -, que eso es lo que conviene hacer
en todas partes, “ubique terrarum”: ENSEÑAR LA DOCTRINA Y DAR EJERCICIOS Y
HACER ENTRAR A TODO EL MUNDO a ellos.
Eso de los Congresos… ¡Hum!... No creo que sean
ellos los que van a reformar el mundo. En ellos, por lo general, se siembran a
manos llenas las mejores ideas y más lindas palabras, y, total, ¡nada entre dos
platos! Cuando llega el momento de recoger los proyectos, votos y resoluciones
la obra práctica transformando las palabras en hechos, el globo de las
intenciones se desinfla y de su bulto no queda ni la sombra.
Así les sucedió una ocasión a los cangrejos que
llegaron a percatarse de lo desairado y ridículo que resulta el que, mientras
todos los animales marchan hacia delante, sólo ellos caminan para atrás.
Resolvieron reunirse, como ustedes, en Congreso, parar imponer a todos los de
especie un cambio inmediato de actitud. Se discutió largamente el punto, se
sancionaron leyes penales para los cangrejos jóvenes que desde aquel mismo día
– el de la promulgación – no caminasen para adelante. Con los viejos se adoptó
un temperamento de tolerancia. Finalmente, como todo acá abajo tiene que
terminar, terminó también el congreso; y los cangrejos, empezando por los más
ancianos, emprendieron la retirada caminando como sabían, esto es, para atrás. Influenciados
por el ejemplo o porque tampoco podían hacerlo de otra manera, los cangrejos
chicos hicieron otro tanto. Caminaron para atrás y así no más siguen caminando.
De esta manera, el
Cura Brochero, como“chacoteando”, nos ofrece a todos los agentes de la
pastoral un extraordinario racimo de
mensajes, de fácil aplicación y de comprobada eficacia.
¿No podríamos hacer
nuestra su panacea universal?
Como nos complicamos la vida con lo fácil que es la receta.
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