JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES
1. «La esperanza de los pobres nunca se frustrará» (Sal
9,19). Las palabras del salmo se presentan con una actualidad increíble.
Ellas expresan una verdad profunda que la fe logra imprimir sobre todo
en el corazón de los más pobres: devolver la esperanza perdida a causa
de la injusticia, el sufrimiento y la precariedad de la vida.
El salmista describe la condición del pobre y la arrogancia del que
lo oprime (cf. vv. 22-31); invoca el juicio de Dios para que se
restablezca la justicia y se supere la iniquidad (cf. vv. 35-36). Es
como si en sus palabras volviese de nuevo la pregunta que se ha repetido
a lo largo de los siglos hasta nuestros días: ¿cómo puede Dios tolerar
esta disparidad? ¿Cómo puede permitir que el pobre sea humillado, sin
intervenir para ayudarlo? ¿Por qué permite que quien oprime tenga una
vida feliz mientras su comportamiento debería ser condenado precisamente
ante el sufrimiento del pobre?
Este salmo se compuso en un momento de gran desarrollo económico que,
como suele suceder, también produjo fuertes desequilibrios sociales. La
inequidad generó un numeroso grupo de indigentes, cuya condición
parecía aún más dramática cuando se comparaba con la riqueza alcanzada
por unos pocos privilegiados. El autor sagrado, observando esta
situación, dibuja un cuadro lleno de realismo y verdad.
Era una época en la que la gente arrogante y sin ningún sentido de
Dios perseguía a los pobres para apoderarse incluso de lo poco que
tenían y reducirlos a la esclavitud. Hoy no es muy diferente. La crisis
económica no ha impedido a muchos grupos de personas un enriquecimiento
que con frecuencia aparece aún más anómalo si vemos en las calles de
nuestras ciudades el ingente número de pobres que carecen de lo
necesario y que en ocasiones son además maltratados y explotados.
Vuelven a la mente las palabras del Apocalipsis: «Tú dices: “soy rico,
me he enriquecido; y no tengo necesidad de nada”; y no sabes que tú eres
desgraciado, digno de lástima, ciego y desnudo» (Ap 3,17). Pasan los
siglos, pero la condición de ricos y pobres se mantiene inalterada, como
si la experiencia de la historia no nos hubiera enseñado nada. Las
palabras del salmo, por lo tanto, no se refieren al pasado, sino a
nuestro presente, expuesto al juicio de Dios.
2. También hoy debemos nombrar las numerosas formas de nuevas
esclavitudes a las que están sometidos millones de hombres, mujeres,
jóvenes y niños.
Todos los días nos encontramos con familias que se ven obligadas a
abandonar su tierra para buscar formas de subsistencia en otros lugares;
huérfanos que han perdido a sus padres o que han sido separados
violentamente de ellos a causa de una brutal explotación; jóvenes en
busca de una realización profesional a los que se les impide el acceso
al trabajo a causa de políticas económicas miopes; víctimas de tantas
formas de violencia, desde la prostitución hasta las drogas, y
humilladas en lo más profundo de su ser. ¿Cómo olvidar, además, a los
millones de inmigrantes víctimas de tantos intereses ocultos, tan a
menudo instrumentalizados con fines políticos, a los que se les niega la
solidaridad y la igualdad? ¿Y qué decir de las numerosas personas
marginadas y sin hogar que deambulan por las calles de nuestras
ciudades?
Con frecuencia vemos a los pobres en los vertederos recogiendo el
producto del descarte y de lo superfluo, para encontrar algo que comer o
con qué vestirse. Convertidos ellos mismos en parte de un vertedero
humano son tratados como desperdicios, sin que exista ningún sentimiento
de culpa por parte de aquellos que son cómplices en este escándalo.
Considerados generalmente como parásitos de la sociedad, a los pobres no
se les perdona ni siquiera su pobreza. Se está siempre alerta para
juzgarlos. No pueden permitirse ser tímidos o desanimarse; son vistos
como una amenaza o gente incapaz, sólo porque son pobres.
Para aumentar el drama, no se les permite ver el final del túnel de
la miseria. Se ha llegado hasta el punto de teorizar y realizar una
arquitectura hostil para deshacerse de su presencia, incluso en las
calles, últimos lugares de acogida. Deambulan de una parte a otra de la
ciudad, esperando conseguir un trabajo, una casa, un poco de afecto…
Cualquier posibilidad que se les ofrezca se convierte en un rayo de luz;
sin embargo, incluso donde debería existir al menos la justicia, a
menudo se comprueba el ensañamiento en su contra mediante la violencia
de la arbitrariedad. Se ven obligados a trabajar horas interminables
bajo el sol abrasador para cosechar los frutos de la estación, pero se
les recompensa con una paga irrisoria; no tienen seguridad en el trabajo
ni condiciones humanas que les permitan sentirse iguales a los demás.
Para ellos no existe el subsidio de desempleo, indemnizaciones, ni
siquiera la posibilidad de enfermarse.
El salmista describe con crudo realismo la actitud de los ricos que
despojan a los pobres: «Están al acecho del pobre para robarle,
arrastrándolo a sus redes» (cf. Sal 10,9). Es como si para ellos se
tratara de una jornada de caza, en la que los pobres son acorralados,
capturados y hechos esclavos. En una condición como esta, el corazón de
muchos se cierra y se afianza el deseo de volverse invisibles. Así,
vemos a menudo a una multitud de pobres tratados con retórica y
soportados con fastidio. Ellos se vuelven como transparentes y sus voces
ya no tienen fuerza ni consistencia en la sociedad. Hombres y mujeres
cada vez más extraños entre nuestras casas y marginados en nuestros
barrios.
3. El contexto que el salmo describe se tiñe de tristeza por la
injusticia, el sufrimiento y la amargura que afecta a los pobres. A
pesar de ello, se ofrece una hermosa definición del pobre. Él es aquel
que «confía en el Señor» (cf. v. 11), porque tiene la certeza de que
nunca será abandonado. El pobre, en la Escritura, es el hombre de la
confianza. El autor sagrado brinda también el motivo de esta confianza:
él “conoce a su Señor” (cf. ibíd.), y en el lenguaje bíblico este
“conocer” indica una relación personal de afecto y amor.
Estamos ante una descripción realmente impresionante que nunca nos
hubiéramos imaginado. Sin embargo, esto no hace sino manifestar la
grandeza de Dios cuando se encuentra con un pobre. Su fuerza creadora
supera toda expectativa humana y se hace realidad en el “recuerdo” que
él tiene de esa persona concreta (cf. v. 13). Es precisamente esta
confianza en el Señor, esta certeza de no ser abandonado, la que invita a
la esperanza. El pobre sabe que Dios no puede abandonarlo; por eso vive
siempre en la presencia de ese Dios que lo recuerda. Su ayuda va más
allá de la condición actual de sufrimiento para trazar un camino de
liberación que transforma el corazón, porque lo sostiene en lo más
profundo.
4. La descripción de la acción de Dios en favor de los pobres es un
estribillo permanente en la Sagrada Escritura. Él es aquel que
“escucha”, “interviene”, “protege”, “defiende”, “redime”, “salva”… En
definitiva, el pobre nunca encontrará a Dios indiferente o silencioso
ante su oración. Dios es aquel que hace justicia y no olvida (cf. Sal
40,18; 70,6); de hecho, es para él un refugio y no deja de acudir en su
ayuda (cf. Sal 10,14).
Se pueden alzar muchos muros y bloquear las puertas de entrada con la
ilusión de sentirse seguros con las propias riquezas en detrimento de
los que se quedan afuera. No será así para siempre. El “día del Señor”,
tal como es descrito por los profetas (cf. Am 5,18; Is 2-5; Jl 1-3),
destruirá las barreras construidas entre los países y sustituirá la
arrogancia de unos pocos por la solidaridad de muchos. La condición de
marginación en la que se ven inmersas millones de personas no podrá
durar mucho tiempo. Su grito aumenta y alcanza a toda la tierra. Como
escribió D. Primo Mazzolari: «El pobre es una protesta continua contra
nuestras injusticias; el pobre es un polvorín. Si le das fuego, el mundo
estallará».
5. No hay forma de eludir la llamada apremiante que la Sagrada
Escritura confía a los pobres. Dondequiera que se mire, la Palabra de
Dios indica que los pobres son aquellos que no disponen de lo necesario
para vivir porque dependen de los demás. Ellos son el oprimido, el
humilde, el que está postrado en tierra. Aun así, ante esta multitud
innumerable de indigentes, Jesús no tuvo miedo de identificarse con cada
uno de ellos: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos
más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Huir de esta
identificación equivale a falsificar el Evangelio y atenuar la
revelación. El Dios que Jesús quiso revelar es éste: un Padre generoso,
misericordioso, inagotable en su bondad y gracia, que ofrece esperanza
sobre todo a los que están desilusionados y privados de futuro.
¿Cómo no destacar que las bienaventuranzas, con las que Jesús
inauguró la predicación del Reino de Dios, se abren con esta expresión:
«Bienaventurados los pobres» (Lc 6,20)? El sentido de este anuncio
paradójico es que el Reino de Dios pertenece precisamente a los pobres,
porque están en condiciones de recibirlo. ¡Cuántas personas pobres
encontramos cada día! A veces parece que el paso del tiempo y las
conquistas de la civilización aumentan su número en vez de disminuirlo.
Pasan los siglos, y la bienaventuranza evangélica parece cada vez más
paradójica; los pobres son cada vez más pobres, y hoy día lo son aún
más. Pero Jesús, que ha inaugurado su Reino poniendo en el centro a los
pobres, quiere decirnos precisamente esto: Él ha inaugurado, pero nos ha
confiado a nosotros, sus discípulos, la tarea de llevarlo adelante,
asumiendo la responsabilidad de dar esperanza a los pobres. Es
necesario, sobre todo en una época como la nuestra, reavivar la
esperanza y restaurar la confianza. Es un programa que la comunidad
cristiana no puede subestimar. De esto depende que sea creíble nuestro
anuncio y el testimonio de los cristianos.
6. La Iglesia, estando cercana a los pobres, se reconoce como un
pueblo extendido entre tantas naciones cuya vocación es la de no
permitir que nadie se sienta extraño o excluido, porque implica a todos
en un camino común de salvación. La condición de los pobres obliga a no
distanciarse de ninguna manera del Cuerpo del Señor que sufre en ellos.
Más bien, estamos llamados a tocar su carne para comprometernos en
primera persona en un servicio que constituye auténtica evangelización.
La promoción de los pobres, también en lo social, no es un compromiso
externo al anuncio del Evangelio, por el contrario, pone de manifiesto
el realismo de la fe cristiana y su validez histórica. El amor que da
vida a la fe en Jesús no permite que sus discípulos se encierren en un
individualismo asfixiante, soterrado en segmentos de intimidad
espiritual, sin ninguna influencia en la vida social (cf. Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 183).
Hace poco hemos llorado la muerte de un gran apóstol de los pobres,
Jean Vanier, quien con su dedicación logró abrir nuevos caminos a la
labor de promoción de las personas marginadas. Jean Vanier recibió de
Dios el don de dedicar toda su vida a los hermanos y hermanas con
discapacidades graves, a quienes la sociedad a menudo tiende a excluir.
Fue un “santo de la puerta de al lado” de la nuestra; con su entusiasmo
supo congregar en torno suyo a muchos jóvenes, hombres y mujeres, que
con su compromiso cotidiano dieron amor y devolvieron la sonrisa a
muchas personas débiles y frágiles, ofreciéndoles una verdadera “arca”
de salvación contra la marginación y la soledad. Este testimonio suyo ha
cambiado la vida de muchas personas y ha ayudado al mundo a mirar con
otros ojos a las personas más débiles y frágiles. El grito de los pobres
ha sido escuchado y ha producido una esperanza inquebrantable,
generando signos visibles y tangibles de un amor concreto que también
hoy podemos reconocer.
7. «La opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y
desecha» (ibíd., 195) es una opción prioritaria que los discípulos de
Cristo están llamados a realizar para no traicionar la credibilidad de
la Iglesia y dar esperanza efectiva a tantas personas indefensas. En
ellas, la caridad cristiana encuentra su verificación, porque quien se
compadece de sus sufrimientos con el amor de Cristo recibe fuerza y
confiere vigor al anuncio del Evangelio.
El compromiso de los cristianos, con ocasión de esta Jornada Mundial y
sobre todo en la vida ordinaria de cada día, no consiste sólo en
iniciativas de asistencia que, si bien son encomiables y necesarias,
deben tender a incrementar en cada uno la plena atención que le es
debida a cada persona que se encuentra en dificultad. «Esta atención
amante es el inicio de una verdadera preocupación» (ibíd., 199) por los
pobres en la búsqueda de su verdadero bien. No es fácil ser testigos de
la esperanza cristiana en el contexto de una cultura consumista y de
descarte, orientada a acrecentar el bienestar superficial y efímero. Es
necesario un cambio de mentalidad para redescubrir lo esencial y darle
cuerpo y efectividad al anuncio del Reino de Dios.
La esperanza se comunica también a través de la consolación, que se
realiza acompañando a los pobres no por un momento, cargado de
entusiasmo, sino con un compromiso que se prolonga en el tiempo. Los
pobres obtienen una esperanza verdadera no cuando nos ven complacidos
por haberles dado un poco de nuestro tiempo, sino cuando reconocen en
nuestro sacrificio un acto de amor gratuito que no busca recompensa.
8. A los numerosos voluntarios, que muchas veces tienen el mérito de
ser los primeros en haber intuido la importancia de esta preocupación
por los pobres, les pido que crezcan en su dedicación. Queridos hermanos
y hermanas: Os exhorto a descubrir en cada pobre que encontráis lo que
él realmente necesita; a no deteneros ante la primera necesidad
material, sino a ir más allá para descubrir la bondad escondida en sus
corazones, prestando atención a su cultura y a sus maneras de
expresarse, y así poder entablar un verdadero diálogo fraterno. Dejemos
de lado las divisiones que provienen de visiones ideológicas o
políticas, fijemos la mirada en lo esencial, que no requiere muchas
palabras sino una mirada de amor y una mano tendida. No olvidéis nunca
que «la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de
atención espiritual» (ibíd., 200).
Antes que nada, los pobres tienen necesidad de Dios, de su amor hecho
visible gracias a personas santas que viven junto a ellos, las que en
la sencillez de su vida expresan y ponen de manifiesto la fuerza del
amor cristiano. Dios se vale de muchos caminos y de instrumentos
infinitos para llegar al corazón de las personas. Por supuesto, los
pobres se acercan a nosotros también porque les distribuimos comida,
pero lo que realmente necesitan va más allá del plato caliente o del
bocadillo que les ofrecemos. Los pobres necesitan nuestras manos para
reincorporarse, nuestros corazones para sentir de nuevo el calor del
afecto, nuestra presencia para superar la soledad. Sencillamente, ellos
necesitan amor.
9. A veces se requiere poco para devolver la esperanza: basta con
detenerse, sonreír, escuchar. Por un día dejemos de lado las
estadísticas; los pobres no son números a los que se pueda recurrir para
alardear con obras y proyectos. Los pobres son personas a las que hay
que ir a encontrar: son jóvenes y ancianos solos a los que se puede
invitar a entrar en casa para compartir una comida; hombres, mujeres y
niños que esperan una palabra amistosa. Los pobres nos salvan porque nos
permiten encontrar el rostro de Jesucristo.
A los ojos del mundo, no parece razonable pensar que la pobreza y la
indigencia puedan tener una fuerza salvífica; sin embargo, es lo que
enseña el Apóstol cuando dice: «No hay en ella muchos sabios en lo
humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; sino que, lo necio
del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del
mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha
escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta,
para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en
presencia del Señor» (1 Co 1,26-29). Con los ojos humanos no se logra
ver esta fuerza salvífica; con los ojos de la fe, en cambio, se la puede
ver en acción y experimentarla en primera persona. En el corazón del
Pueblo de Dios que camina late esta fuerza salvífica, que no excluye a
nadie y a todos congrega en una verdadera peregrinación de conversión
para reconocer y amar a los pobres.
10. El Señor no abandona al que lo busca y a cuantos lo invocan; «no
olvida el grito de los pobres» (Sal 9,13), porque sus oídos están
atentos a su voz. La esperanza del pobre desafía las diversas
situaciones de muerte, porque él se sabe amado particularmente por Dios,
y así logra vencer el sufrimiento y la exclusión. Su condición de
pobreza no le quita la dignidad que ha recibido del Creador; vive con la
certeza de que Dios mismo se la restituirá plenamente, pues él no es
indiferente a la suerte de sus hijos más débiles, al contrario, se da
cuenta de sus afanes y dolores y los toma en sus manos, y a ellos les
concede fuerza y valor (cf. Sal 10,14). La esperanza del pobre se
consolida con la certeza de ser acogido por el Señor, de encontrar en él
la verdadera justicia, de ser fortalecido en su corazón para seguir
amando (cf. Sal 10,17).
La condición que se pone a los discípulos del Señor Jesús, para ser
evangelizadores coherentes, es sembrar signos tangibles de esperanza. A
todas las comunidades cristianas y a cuantos sienten la necesidad de
llevar esperanza y consuelo a los pobres, pido que se comprometan para
que esta Jornada Mundial pueda reforzar en muchos la voluntad de
colaborar activamente para que nadie se sienta privado de cercanía y
solidaridad. Que nos acompañen las palabras del profeta que anuncia un
futuro distinto: «A vosotros, los que teméis mi nombre, os iluminará un
sol de justicia y hallaréis salud a su sombra» (Mal 3,20).
Vaticano, 13 de junio de 2019
FRANCISCO
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