Misterioso deseo insaciable
Queridos hermanos y
hermanas:
El camino de
reflexión que estamos realizando juntos en este Año de la fe nos conduce a meditar hoy en un aspecto fascinante de la experiencia
humana y cristiana: el hombre lleva en sí un misterioso deseo de Dios. De modo
muy significativo, el Catecismo de la Iglesia católica se abre precisamente con la siguiente consideración:
«El deseo de Dios
está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por
Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios
encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar» (n. 27).
Tal afirmación, que
también actualmente se puede compartir totalmente en muchos ambientes
culturales, casi obvia, podría en cambio parecer una provocación en el ámbito
de la cultura occidental secularizada. Muchos contemporáneos nuestros podrían
objetar que no advierten en absoluto un deseo tal de Dios. Para amplios
sectores de la sociedad Él ya no es el esperado, el deseado, sino más bien una
realidad que deja indiferente, ante la cual no se debe siquiera hacer el
esfuerzo de pronunciarse.
En realidad lo que hemos definido como «deseo de
Dios» no ha desaparecido del todo y se asoma también hoy, de muchas maneras, al
corazón del hombre. El deseo humano tiende siempre a determinados bienes
concretos, a menudo de ningún modo espirituales, y sin embargo se encuentra
ante el interrogante sobre qué es de verdad «el» bien, y por lo tanto ante algo
que es distinto de sí mismo, que el hombre no puede construir, pero que está
llamado a reconocer. ¿Qué puede saciar verdaderamente el deseo del hombre?
En mi primera
encíclica Deus caritas est he procurado analizar cómo se lleva a cabo ese dinamismo en la
experiencia del amor humano, experiencia que en nuestra época se percibe más
fácilmente como momento de éxtasis, de salir de uno mismo; como lugar donde el
hombre advierte que le traspasa un deseo que le supera. A través del amor, el
hombre y la mujer experimentan de manera nueva, el uno gracias al otro, la
grandeza y la belleza de la vida y de lo real. Si lo que experimento no es una
simple ilusión, si de verdad quiero el bien del otro como camino también hacia
mi bien, entonces debo estar dispuesto a des-centrarme, a ponerme a su
servicio, hasta renunciar a mí mismo. La respuesta a la cuestión sobre el
sentido de la experiencia del amor pasa por lo tanto a través de la
purificación y la sanación de lo que quiero, requerida por el bien mismo que se
quiere para el otro. Se debe ejercitar, entrenar, también corregir, para que
ese bien verdaderamente se pueda querer.
El éxtasis inicial
se traduce así en peregrinación, «como camino permanente, como un salir del yo
cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de
este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento
de Dios» (Enc. Deus caritas est, 6). A través de ese
camino podrá profundizarse progresivamente, para el hombre, el conocimiento de
ese amor que había experimentado inicialmente. Y se irá perfilando cada vez más
también el misterio que este representa: ni siquiera la persona amada, de hecho,
es capaz de saciar el deseo que alberga en el corazón humano; es más, cuanto
más auténtico es el amor por el otro, más deja que se entreabra el interrogante
sobre su origen y su destino, sobre la posibilidad que tiene de durar para
siempre. Así que la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo que
remite más allá de uno mismo; es experiencia de un bien que lleva a salir de sí
y a encontrase ante el misterio que envuelve toda la existencia.
Se podrían hacer
consideraciones análogas también a propósito de otras experiencias humanas,
como la amistad, la experiencia de lo bello, el amor por el conocimiento: cada
bien que experimenta el hombre tiende al misterio que envuelve al hombre mismo;
cada deseo que se asoma al corazón humano se hace eco de un deseo fundamental
que jamás se sacia plenamente. Indudablemente desde tal deseo profundo, que
esconde también algo de enigmático, no se puede llegar directamente a la fe. El
hombre, en definitiva, conoce bien lo que no le sacia, pero no puede imaginar o
definir qué le haría experimentar esa felicidad cuya nostalgia lleva en el
corazón. No se puede conocer a Dios sólo a partir del deseo del hombre. Desde
este punto de vista el misterio permanece: el hombre es buscador del Absoluto,
un buscador de pasos pequeños e inciertos. Y en cambio ya la experiencia del
deseo, del «corazón inquieto» —como lo llamaba san Agustín—, es muy
significativa. Esta atestigua que el hombre es, en lo profundo, un ser
religioso (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 28),
un «mendigo de Dios». Podemos decir con las palabras de Pascal: «El hombre
supera infinitamente al hombre» (Pensamientos, ed. Chevalier 438; ed.
Brunschvicg 434). Los ojos reconocen los objetos cuando la luz los ilumina. De
aquí el deseo de conocer la luz misma, que hace brillar las cosas del mundo y
con ellas enciende el sentido de la belleza.
Debemos por ello
sostener que es posible también en nuestra época, aparentemente tan refractaria
a la dimensión trascendente, abrir un camino hacia el auténtico sentido
religioso de la vida, que muestra cómo el don de la fe no es absurdo, no es
irracional. Sería de gran utilidad, a tal fin, promover una especie de
pedagogía del deseo, tanto para el camino de quien aún no cree como para quien
ya ha recibido el don de la fe. Una pedagogía que comprende al menos dos
aspectos.
En primer lugar aprender o re-aprender el gusto de las alegrías
auténticas de la vida. No todas las satisfacciones producen en nosotros el
mismo efecto: algunas dejan un rastro positivo, son capaces de pacificar el
alma, nos hacen más activos y generosos. Otras, en cambio, tras la luz inicial,
parecen decepcionar las expectativas que habían suscitado y entonces dejan a su
paso amargura, insatisfacción o una sensación de vacío.
Educar desde la tierna
edad a saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbito de la existencia
—la familia, la amistad, la solidaridad con quien sufre, la renuncia al propio
yo para servir al otro, el amor por el conocimiento, por el arte, por las
bellezas de la naturaleza—, significa ejercitar el gusto interior y producir
anticuerpos eficaces contra la banalización y el aplanamiento hoy difundidos.
Igualmente los adultos necesitan redescubrir estas alegrías, desear realidades
auténticas, purificándose de la mediocridad en la que pueden verse envueltos.
Entonces será más fácil soltar o rechazar cuanto, aun aparentemente atractivo,
se revela en cambio insípido, fuente de acostumbramiento y no de libertad. Y
ello dejará que surja ese deseo de Dios del que estamos hablando.
Un segundo aspecto,
que lleva el mismo paso del precedente, es no conformarse nunca con lo que se
ha alcanzado. Precisamente las alegrías más verdaderas son capaces de liberar
en nosotros la sana inquietud que lleva a ser más exigentes —querer un bien más
alto, más profundo— y a percibir cada vez con mayor claridad que nada finito
puede colmar nuestro corazón. Aprenderemos así a tender, desarmados, hacia ese
bien que no podemos construir o procurarnos con nuestras fuerzas, a no dejarnos
desalentar por la fatiga o los obstáculos que vienen de nuestro pecado.
Al respecto no
debemos olvidar que el dinamismo del deseo está siempre abierto a la redención.
También cuando este se adentra por caminos desviados, cuando sigue paraísos
artificiales y parece perder la capacidad de anhelar el verdadero bien. Incluso
en el abismo del pecado no se apaga en el hombre esa chispa que le permite
reconocer el verdadero bien, saborear y emprender así la remontada, a la que
Dios, con el don de su gracia, jamás priva de su ayuda.
Por lo demás, todos
necesitamos recorrer un camino de purificación y de sanación del deseo. Somos
peregrinos hacia la patria celestial, hacia el bien pleno, eterno, que nada nos
podrá ya arrancar. No se trata de sofocar el deseo que existe en el corazón del
hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura. Cuando
en el deseo se abre la ventana hacia Dios, esto ya es señal de la presencia de
la fe en el alma, fe que es una gracia de Dios. San Agustín también afirmaba:
«Con la espera, Dios amplía nuestro deseo; con el deseo amplía el alma, y
dilatándola la hace más capaz» (Comentario a la Primera carta de Juan, 4, 6: pl
35, 2009).
En esta
peregrinación sintámonos hermanos de todos los hombres, compañeros de viaje
también de quienes no creen, de quién está a la búsqueda, de quien se deja
interrogar con sinceridad por el dinamismo del propio deseo de verdad y de
bien.
Oremos, en este Año de
la fe, para que Dios muestre su rostro a cuantos le buscan con sincero corazón.
Gracias.
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