EL HOMBRE Y EL SERMÓN DE LA MONTAÑA



Si un ángel, descendido hasta nosotros de un mundo superior, nos pidiese lo mejor y de más alto precio que tuviésemos en nuestras casas, la prueba de nuestra certidumbre, la obra maestra del espíritu en lo más alto de su poder, no le llevaríamos ante las grandes máquinas engrasadas, ante los prodigios mecánicos de los que estúpidamente nos envanecemos, siendo así que han hecho la vida más esclava, más afanosa, más corta; sino que le ofreceríamos el sermón de la montaña y, después, únicamente después, un centenar de páginas arrancadas de los poetas de todos los tiempos. Pero el sermón sería siempre el diamante único, refulgente en su limpio esplendor de luz deslumbrante.


Y si un día fuesen llamados los hombres ante un tribunal sobrehumano, en el que hubiesen de dar a los jueces cuenta de todos los errores cometidos y de toda la sangre salida de las venas de nuestros hermanos, y de todas las lágrimas vertidas  por los ojos de los hijos de los hombres y de nuestra dureza de corazón y de nuestra perfidia, que solamente con nuestra imbecilidad es comparable, no llevaríamos como atenuante, como compensación de tanto mal, como descargo de sesenta siglos de atroz historia, ni las razones de los filósofos, por sabias y bien hiladas que estén; ni llevaríamos las ciencias, sistemas efímeros de símbolos y recetas, ni llevaríamos nuestras leyes, turbias componendas entre la ferocidad y el miedo. No, mostraríamos como único atenuante de todas las acusaciones únicamente los pocos versículos del sermón de la montaña y los frutos que ha producido.

Porque el sermón de la montaña es el titulo más grande de la existencia de los hombres, la justificación de nuestro vivir, la patente de nuestra dignidad de seres provistos de alma, la prenda de que podemos elevarnos sobre nosotros mismos y ser más que hombres.
                                  

                                           Giovanni Papini (1981-1956)


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