EDUCAR BIEN

Todos estamos llamados a ser pastores. Todos tenemos la misión de acompañar a alguien en nuestra vida. Somos padres de familia, padres y madres, biológicos o espirituales, profesores, educadores, jefes en nuestras profesiones, asumimos algún cargo, alguna tarea en la Iglesia.

A todos, en algún momento de nuestra vida, nos toca o nos tocará ser pastores y conducir a otros. Tendremos que ejercer de padres y madres. Tendremos que educar, acoger, acariciar, abrir horizontes, cargar sobre nuestros hombros al más débil, servir desinteresadamente la vida ajena, preguntarnos lo que vive en el corazón de aquellos a los que amamos.

Será nuestra labor reflejar con nuestra vida, con nuestro amor, el rostro paternal de Dios. Miraremos al Buen Pastor para tratar de seguir sus pasos. Por eso no dejaremos nunca de autoeducarnos, para poder así educar mejor.
Intentaremos ser dóciles a Dios, para que Dios haga fecunda nuestra entrega. Parece sencillo cuando se escribe, pero no lo es.

Nos damos cuenta de nuestras debilidades, palpamos nuestra herida, sentimos la fragilidad en nuestra vida.

Nos falta humildad para asumir el papel de estar en un segundo plano. Nos falta pasión, para educar con amor y no con ideas. Nos falta libertad, para no exigir fidelidad y sólo dar sin esperar nada.

Nos falta generosidad para no querer estar en el centro, buscando el aplauso. Nos falta paciencia, para no pretender que la vida crezca con fuerza y rápidamente. Nos falta alegría para no desesperarnos cuando la vida no es como deseamos.

No acabamos de aceptar que la vida siempre crece lentamente, desde dentro hacia fuera. La vida verdadera tiene sus tiempos, sus plazos. No podemos estirar el capullo de la rosa pretendiendo que salga la flor. No podemos forzar la vida esperando que perdure en el tiempo.

La naturaleza es sabia y crece lentamente. Los procesos del alma llevan su tiempo. Todo crece al ritmo de Dios, desde el interior al exterior. 
 No educamos con moldes, sino desde la vida. Desde la naturaleza de aquel que Dios nos ha confiado. Ese proceso exige paciencia, tiempo. Y sobre todo exige mucho amor. Porque el amor es lo que nos transforma.
 Como decía santo Tomás de Aquino: «Nosotros no somos buenos porque amemos a Dios, sino que es Él, al amarnos, el que nos hace buenos». Así es el amor. Transforma, educa, saca lo mejor de nosotros.

Al amarnos, Dios nos hace mejores. Se conmueve como el pastor ante la oveja perdida. Le conmueve nuestra fragilidad, lo débiles que somos.

Decía santa Teresita de Lisieux: «Lo que le agrada a Dios no son mis deseos de ser mártir sino que ame mi pequeñez y mi pobreza y que confíe ciegamente en su misericordia. El solo deseo de recibirlo basta, pero es necesario consentir en permanecer siempre pobres y sin fuerza, y he ahí lo difícil».
  Así es como nos ama el pastor. No va en busca del lobo, porque el lobo no se deja amar desde su poder. Se siente fuerte y no necesita al pastor. Huye de él, no lo quiere, lo ataca.
 La oveja, en su debilidad, necesita la fuerza del pastor, sus brazos poderosos, sus piernas ágiles. Sabe que, aunque esté lejos, él va a venir a buscarlo. No va a dejar que caiga en las garras de los lobos.
 Queremos ser ovejas, para necesitar al pastor. No queremos ser lobos que no se sienten débiles y no necesitan la ayuda de nadie.




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